Deuteronomio 4, 1.5-9

Sal 147,12-13.15-16.19-20

san Mateo 5, 17-19

He vuelto a ver “La leyenda de la ciudad sin nombre”. Aparte de la magnífica interpretación de Lee Marvin y Clint Eastwood, esa película tiene dentro de sí una “enciclopedia de la vida”. Cuando aquellos hombres deciden prescindir de toda ley moral para “comenzar desde cero” e ir implantando normas según su capricho, despliegan, ante la pantalla, el desarrollo del más destructivo de los experimentos: el del hombre que juega a ser Dios, prescinde de la Ley Divina, y legisla a su antojo. El resultado es terrible: la “Ciudad sin nombre” que Eastwood y Marvin construyeron acaba derrumbada como un castillo de naipes. Mientras abandonan las ruinas, comentan entre sí: “Edificamos una ciudad, y nosotros mismos la hemos destruido”… La paradoja final: lo único que queda en pie, cuando todos han abandonado las ruinas, es una cabaña en la que un hombre y una mujer deciden vivir “como un matrimonio decente”… ¡La Ley de Dios!

Vivimos, nos guste o no, en la “Ciudad sin nombre”. Nuestros gobernantes llevan decenios jugando a ser Dios. La Ley Divina ha sido relegada al secreto de las conciencias, y el único referente de nuestros legisladores es “lo que guste a la mayoría”… Una ley española obliga a los médicos a suministrar la “píldora del día después” a las jóvenes que quieren matar a sus hijos; tenemos miles de seres humanos en estado embrionario congelados como croquetas; se producen hombres en tubos de ensayo; se regalan preservativos para “gozar del sexo” sin ese “molesto inconveniente” de la procreación con que Dios quiso “estropear las cosas”… Y el resultado es que nos quedamos sin niños, que hay que cerrar los colegios porque comenzamos a ser una especie en vías de extinción… A los jóvenes les molestan las leyes prohibitivas acerca del consumo de alcohol y drogas, y pasan las noches bebiendo y drogándose en las calles, construyendo su “ciudad sin nombre”… Y, uno tras otro, mueren o arruinan su vida enfangados en un coma etílico. ¿Pero es que nadie se percata de que nos hemos vuelto locos?

“¿Cuál es la gran nación, cuyos mandatos y decretos sean tan justos como toda esta ley que hoy os doy?”… ¿Cuándo nos daremos cuenta de la maravillosa bendición de un Dios que nos dice lo que tenemos que hacer? ¿Cuándo repararemos en el poder salvador de la obediencia al Creador? ¿Cuándo ofreceremos las mejillas al beso de un Señor que nos muestra el camino de la felicidad?. “Ha reforzado los cerrojos de tus puertas”… La Ley de Dios es el único refugio. El hombre que obedece está a salvo; el que a su antojo legisla, ¡que tema! porque ha puesto su vida en las manos más insensatas e inexpertas: la propias. Créeme: me conozco a mí mismo lo suficiente como para temer, más que nada en este mundo, que un día mi vida estuviera en mis manos. Y conozco a Dios lo suficiente como para sentirme seguro, muy seguro, obedeciéndole: “Quien los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los Cielos”. Le pediré prestada una súplica a María: “Hágase en mí según tu Palabra”.