Génesis 17, 13-9

Sal 104, 4-5. 6-7. 8-9

san Juan 8,51-59

Una de las características del Dios de Israel es la Alianza. Sorprende esta por muchas cosas. La primera es por la absoluta desproporción que existe entre las partes. De una está Dios, Omnipotente Infinitamente bueno, eterno y misericordioso. De la otra estamos los hombres, volubles, incapaces de mantener la palabra por mucho tiempo, caducos y llenos de deficiencias. A todas luces se trata de una relación en la que Dios no gana nada mientras que, a nosotros, se nos ofrece todo.

En la primera lectura leemos una de las formulaciones de esa Alianza. Porque Dios la ofreció muchas veces ya que, continuamente, el pueblo de Israel no cumplía su parte. Mientras Dios permanecía fiel, el pueblo era infiel. Sin embargo, una y otra vez el Señor renovaba su pacto. Además, la Alianza incluía una promesa. A Abrán, como escuchamos, se le promete una tierra en posesión. Algo muy deseado por quien se veía obligado a ir de un lugar a otro con sus rebaños. Esa tierra, para él y su descendencia, es imagen del cielo.

El pacto incluía además un regalo añadido. El Señor se ofrecía como Dios de su pueblo. También a Moisés le dijo el Señor: “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. De hecho ese ya es un gran regalo. No caemos en la cuenta, pero que Dios nos deje tratarlo como tal es un gran bien para nosotros. Mientras Él nada recibe de nuestra alabanza, nosotros lo obtenemos todo de su misericordia. Dios pide que guardemos el pacto. La experiencia de la historia demuestra que esa petición ha sido incumplida de forma sistemática y que el hombre no era capaz de ella.

Podría parecer que todo se reduciría a ir formulando nuevos pactos, pero no es así. A pocos días de la Semana Santa esta lectura nos recuerda la Nueva y Definitiva Alianza que será sellada por Jesucristo. Esa Alianza, que muestra el amor extremo de Dios por el hombre se establece con el ofrecimiento que Jesús hace de sí mismo al Padre en el sacrificio de la cruz. Ya no será cancelada porque Jesucristo se ha entregado por nosotros. Al mismo tiempo se nos hace presente lo que en la promesa a Abraham quedaba velado.

El Evangelio de hoy nos dice que Abraham saltaba de gozo pensando en ver el día de Jesús. La descendencia numerosa prometida al patriarca se ha transformado en un pueblo que ya no depende de los linajes humanos, sino que está constituido por los hijos de Dios. Al mismo tiempo, la gracia que nos da Jesucristo, nos abre a una vida totalmente nueva. Ya no tenemos miedo de no cumplir con lo prometido porque Jesús lo ha hecho y sigue intercediendo por nosotros. Cada día en la Eucaristía recordamos ese pacto, que sigue siendo escandalosamente injusto, porque Dios nos lo da todo y nosotros sólo nos beneficiamos de Él. Y cada día al celebrar el memorial del Señor sentimos el impulso para ser fieles a los dones que hemos recibido.