Hechos de los apóstoles 3, 1-10
Sal 104, 1-2. 3-4. 6-7. 8-9
san Lucas 24, 13-35
La primera lectura de la Misa de hoy nos cuenta un milagro impresionante. Todos los milagros impresionan, y no sólo porque lo que era agua ahora es vino, ni porque quien era paralítico, como en el caso de hoy, empiece a andar, sino porque un milagro nos da motivos de credibilidad. Un milagro nos recuerda que Dios existe, que Dios tiene poder, que dependemos de nuestro Padre Dios, que nuestra fe es verdadera.
El milagro lo hacen Pedro y Juan, dos discípulos si cabe hablar así, especialmente queridos por el Señor. Como todos los días, han dejado a un paralítico en la llamada puerta “Hermosa” del templo para pedir limosna. Llegan Pedro y Juan, y el paralítico, desde su camilla, extiende su mano con rostro lastimero, con el buen deseo de aumentar la piedad en los viandantes y aumentar de paso sus posibilidades de sustento. Añadiría muy probablemente algunas palabras de súplica llorosa: al ver a Pedro y Juan, dice el texto, “les pidió una limosna”.
Y de pronto surge lo inesperado: “Pedro, con Juan a su lado, se quedó mirando y le dijo: “míranos”. Clavó los ojos en ellos esperando que le darían algo”. Imaginamos el cambio tímido de expresión en el rostro del paralítico, al ver que un par de amigos se acababan de apiadar de él y que tenía ya aseguradas unas monedas. Pero empieza a cambiar de nuevo su esperanzado rostro y a tornarse triste al oír que Pedro añade: “no tengo plata ni oro”. Mal asunto. Pero aquel hombre fuerte y robusto, aún añade algo más: “no tengo oro ni plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar”. Y como sabemos, aquel paralítico comenzó a andar.
Traslademos este hecho a un día normal de nuestro tiempo: un pobre a la salida de una Iglesia en cualquier ciudad de España pide limosna. Sale la gente de Misa. Un hombre, al ver al pobre se detiene delante de él y echa mano a su bolsillo; al pobre se le ilumina la cara; y aquel saca la cartera y le da 80.000 €. ¡Se imaginan! ¿Cuál sería la reacción del pobre? No se lo creería. Quedaría confuso, aturdido, lloroso de la emoción; empezaría a besar las manos del dadivoso hombre, comenzaría a dar gritos de alegría. De hecho, la primera lectura de hoy nos dice que aquel paralítico al ver que podía andar “entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios”. Dando “brincos”. No es para menos.
Esto que hace san Pedro y san Juan con el paralítico y el ejemplo trasladado a día de hoy que considerábamos nosotros, no es nada si lo comparamos con lo que hace el Señor cuando acudimos -paralíticos y pobres-al sacramento de la confesión, al también llamado sacramento de la reconciliación, del perdón, del amor.
Nosotros entramos en el confesionario extendiendo la mano y rogando a Dios: “límpiame”. Y seguimos diciendo: “he pecado contra este mandamiento o aquel otro; tengo este defecto: la “parálisis” de la soberbia, la lepra de mi impureza, la ceguera de mi envidia, soy un mudo que no puede hablar sin mentir, estoy muerto como Lázaro, por el pecado mortal”. Y extendemos nuestra mano a Cristo o a sus discípulos -a Pedro y a Juan, pero también a los sacerdotes que les sucedieron después- y pedimos la limosna de la gracia de Dios, del perdón por nuestros defectos, ser curados de las enfermedades de nuestra alma.
Y escuchamos las mismas palabras: “no tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar”. Es casi lo que dice el sacerdote en la confesión en el momento de perdonar los pecados. Uno acude allí para recibir a “Jesucristo Nazareno”: para que “en su nombre”, a través del contacto con la gracia de Dios, quedemos curados de nuestras parálisis y pobrezas.