Hechos de los apóstoles 2, l4a. 36-41
Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5.
san Pedro 2, 20-25
san Juan 10, 1-10
Todos los que nos llamamos cristianos hemos sido bautizados y, por tanto, recibimos el carácter imborrable de ser, para siempre, hijos de Dios. Además, los que fuimos ungidos con el santo crisma en el sacramento de la Confirmación, fuimos sellados con la plenitud del Espíritu Santo… Llamados a ser apóstoles de Jesucristo, deberíamos estar “al mismo nivel” del que estuvieron aquellos primeros discípulos que, en Pentecostés, vieron posarse sobre ellos las “lenguas de fuego” del Espíritu Santo. ¿Qué hicieron? No se encogieron de hombros, o se durmieron en la indiferencia de “a ver qué pasa”, sino que se lanzaron a la calle (y al mundo entero) para anunciar el Evangelio. San Pedro, el primer Vicario de Cristo en la tierra, fue aún más tajante: “Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo”.
¿Por qué no nos ocurre a nosotros lo mismo? Juan Pablo II, a la hora de hablar de su vocación sacerdotal, decía que, antes que nada, era un gran misterio. No un enigma, fruto de la elucubración de un grupo o una secta de iniciados, sino un don de Dios que supera infinitamente al hombre. ¡Esta es la clave! Reconocer nuestra propia indignidad ante tanta gracia divina que hemos recibido, por el mero hecho de ser cristianos, y confiar en que Dios nos ha elegido como instrumentos de salvación para los hombres… ¡Nunca por nuestros méritos!, sino los que alcanzó Cristo para ti y para mí.
¡Mira a Pedro y los primeros discípulos de Jesús! Estaban encerrados en un lugar apartado por miedo a ser perseguidos y castigados por los judíos. Sólo cuando descubrieron que era Dios el que actuaba en ellos, no sus posibilidades o fuerzas personales, realizaron lo que humanamente sería imposible llevar a cabo. Por eso, tal y como nos decía Juan Pablo II, el secreto de la vocación, la de ser cristianos, consiste en “asombrarnos hasta qué extremo Dios nos ayuda interiormente a una nueva ‘longitud de onda’, cómo nos prepara para entrar en Su proyecto y hacerlo nuestro, viendo en él, simplemente, la voluntad del Padre y acatándola”.
“Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos”. No podemos acobardarnos pensando en nuestros propios límites. Ahora, como en los comienzos de la Iglesia, todo es posible si ponemos nuestras dificultades en manos de Aquel que nos eligió para ser sus discípulos. Cuando en los últimos días del pontificado de Juan Pablo II, enfermo y débil, le veíamos aún asomarse a la ventana de la Plaza de San Pedro, nos estaba diciendo a todos que aceptaba, en toda su totalidad, la llamada que recibió en su vida para ser testigo de Jesucristo ante la humanidad.
Pedimos a la Virgen que nos conceda vivir con coherencia nuestra vocación de cristianos, dejando lo imposible para los pusilánimes y estrechos de corazón. Lo nuestro, una vez más, es que Cristo reine en nuestras almas para gloria de Dios.