Hechos de los apóstoles 16,11-15
Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b
san Juan 15,26-16,4a
Estos días últimos de Pascua, los textos de la Misa recuerdan a menudo al Espíritu Santo. Ello nos sirve para fijarnos en la Tercera persona de la Santísima Trinidad a la espera de la gran fiesta de Pentecostés. En las palabras del Señor de hoy se apunta a uno de los dones del Espíritu Santo: el de fortaleza.
El Espíritu Santo da testimonio de Jesús y también lo darán sus discípulos, una vez Él suba al cielo. Jesús anuncia, y así ha quedado corroborado en la historia, que a causa de su testimonio los cristianos serán perseguidos. Se habla de que serán expulsados de la sinagoga y también de que quienes los persigan creerán dar culto a Dios. El martirio de Esteban el un ejemplo de ello. Jesús anuncia la dificultad, pero exhorta a que nadie se tambalee. Ello será posible por la asistencia del Espíritu Santo, que aquí es denominado “Defensor”.
Cuando miramos la historia y vemos la fortaleza de tantos cristianos sometidos a torturas y muchos llevados a la muerte, comprobamos el poder del Espíritu Santo. Hay ejemplos muy elocuentes tanto en los primeros siglos como en tiempos recientes. Todo ello nos invita a una reflexión. Muchas veces nos sentimos incapaces de vivir nuestra fe. Pensamos que la situación es difícil o nos refugiamos en la excusa de que todo es muy complicado. Ciertamente en cada caso habrá que actuar con la prudencia que dicte el Señor, pero hemos de preguntarnos si invocamos suficientemente al Señor para que nos conceda la fortaleza suficiente, para no tambalearnos.
Aquí no hablamos sólo de esas situaciones extremas sino también de las cotidianas, cuando silenciamos nuestra opinión ante el miedo a quedar mal o huimos de tantos sitios por respetos humanos. La fe en la promesa de Cristo, y la certeza de que el Espíritu Santo sigue actuando en la Iglesia y en nosotros, debería llevarnos a una actitud muy diferente. No se trata ni de presunción ni de una confianza en nuestras propias fuerzas, sino de la libertad que nace de dejarse conducir por el Espíritu Santo.
La fortaleza nos sostiene en las dificultades, nos ayuda a vencer las tentaciones y nos defiende en los peligros, pero también nos impulsa a ser capaces de perseverar en lo difícil. Dios nunca nos pide nada que esté por encima de nuestras fuerzas, ni permite tentaciones que no podamos superar con su gracia. Ahora bien, ello no significa que no nos invite a participar de empresas arduas. Ante Dios hemos de examinarnos sobre ello. Porque no se trata de complicarse la vida por que sí, sino de tener la seguridad de que en todo somos sostenidos por Dios y que, por tanto, siempre hemos de procurar juzgar nuestra vida desde esa convicción.
Que la Virgen María, modelo de fortaleza, interceda por nosotros para que seamos dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo y podamos enriquecernos con sus dones.