Sofonías 3, 14-18
Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6
san Lucas 1, 39-56
“Alégrate y gózate de todo corazón”. Siempre me he imaginado a la Virgen con una alegría serena. En cada una de las tareas del hogar, en la relación con la vecindad de Nazaret, en el cuidado de José, y, especialmente, en el trato con su hijo Jesús, María, que es la llena de gracia (sin necesidad de hacer “milagros”), pondría en cada una de sus acciones o palabras una generosa visión sobrenatural. Todos tenemos la “testaruda” experiencia de que mantener constantemente el ánimo alegre, con una sonrisa, y relativizar lo que es accidental, es verdaderamente difícil. No hace falta que “nos pisen el callo”, simplemente con que nos lleven la contraria en una nimiedad, ya es suficiente para mostrar nuestro enfado y desacuerdo ante quien se comporta con nosotros tal “vilmente”.
Creo que hablar de la “Escuela de Nazaret” es algo muy serio. A veces hemos podido caer en la tentación de pensar que la Trinidad de la tierra (Jesús, María y José), al ser personas “especiales”, Dios les evitaría todo tipo de sacrificios o sudores. Sin embargo, lo que nos llama la atención, una vez más, es la “poderosa” normalidad con que estos seres tan queridos actuarían. Jesús con sus cosas de niño, José empleándose a fondo en su trabajo, y la Virgen en cada una de sus tareas de ama de casa. Seguro que los vecinos del pueblo no advertirían nada extraño en su comportamiento. Incluso podemos imaginarnos a José hablando con sus contemporáneos acerca de cosas tan normales como la cosecha, la situación en Jerusalén, o el tiempo que hará mañana. María intercambiando recetas con otras vecinas, o yendo con otras mujeres, con la ropa sucia de casa, al lavadero del río. Jesús jugando con su primos, y molestándose porque fue el primero en llegar a la meta, después de una carrera, y otro niño diciendo que fue él…
Isabel, prima de la Virgen, sí sabía del gran “secreto” de Dios. Ella llevaba en su seno al Precursor, Juan el Bautista, y sabía lo que se operaba en el interior de María. Es curioso observar cómo, almas gemelas en el Espíritu, pueden intercambiarse sentimientos con sólo cruzarse una mirada. Y así debió ocurrir cuando Isabel oyó el saludo de María. La Virgen sabía que su prima necesitaba ayuda, y acudió sin pensárselo dos veces. Estar atentos a lo que otros puedan necesitar de mí, no es una virtud, es fruto de esa alegría interior que llevo en el interior, y que necesito compartir sin esperar absolutamente nada a cambio… de lo contrario, dejaría de ser amor para convertirse en un objeto de mercancía.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava”. La “Escuela de Nazaret” es donde aprendemos a vivir con alegría lo que somos, sin necesidad de envidiar lo que no tenemos. Vivir la humildad no es algo denigrante ni bochornoso, es saber que Dios, al encarnarse, abrazó nuestra condición sin vergüenza alguna, porque el amor rompe las barreras de lo que a otros puede parecer ridículo. La humildad es hermana de lo sublime, y es entonces cuando Dios actúa “a sus anchas”.
“María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa”. Es importante saber estar en el momento oportuno y en el lugar conveniente, pero también es necesario entender cuál es nuestro sitio. La Virgen, una vez terminada su tarea de ayudar a Isabel, conoce cuáles son sus obligaciones en Nazaret. ¡Sí!, ya sé que te gustaría estar un poco más de tiempo viendo ese programa de televisión tan interesante, o no dejar esa conversación tan “apostólica” con tu vecino del quinto… pero mañana hay que madrugar, y hay que dar, de nuevo, gloria a Dios, en el cumplimiento de lo más ordinario de nuestras obligaciones, que es la mejor forma de identificarnos con la voluntad divina.
Ahora entiendo por qué la “Escuela de Nazaret” nunca da títulos académicos… sólo dejan inscribirse en ella a los sencillos y humildes de corazón. ¡Felicidades, Madre!