Santos: Pedro y Pablo, Apóstoles; Marcelo, Atanasio, mártires; Siro, Casio, obispos; Benita, Enma de Gurk, vírgenes; Coca, abad; María, madre de S. Marcos.
Creció entre el agua y la arena. Luego fue su gozo la humedad plateada y saltarina de los peces que se agitaban en la red. Recorría las calles de Betsaida con las cestas llenas acompañado de su padre Jonás y su hermano Andrés para vender la pesca. También pasaron horas remendando las redes, recomponiendo maderas y renovando las velas.
Se casó a su edad, más bien joven. Era amigo de los Cebedeos, de Santiago y Juan, que eran de su mismo oficio. A veces, se sentaban en la plaza y, con voz queda, comentaban lo que estaba en el ambiente pleno de ansiedad y con algo de misterio; hablaban del Mesías veniente y de la redención de Israel. En la última doctrina que se explicó en la sinagoga el sábado pasado se hablaba de Él. Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, ha calentado el ambiente con sus bautismos de penitencia en el Jordán.
Andrés está fuera de sí casi, gritándole: ¡Lo encontré! ¡Llévame a él!, le pidió. Y la aventura hacia el encuentro se realizó con un resultado que casi no se puede describir por la mezcla de sorpresa, alegría y misterio; desde entonces no se le quita de la cabeza lo que le dijo el Rabbí de Nazaret: ¡Te llamarás Cefas! Un día se montó en su barca y desde ella habló a la gente embelesada; luego entraron mar adentro y quiso que echara la red precisamente cuando no había peces, pero, maravillado, observa que se llena tanto que está para romperse, ¡milagro! Y… ¡pescador de hombres!
Lleno de entusiasmo es Pedro el capitán de los doce. Piensa que se presenta un buen porvenir. Continúa siendo tosco, rudo, quemado por el sol y el aire; pero él es sincero, explosivo, generoso y espontáneo. Cuando escucha atento a Jesús que dijo algo a los ricos, tiempo le faltó para afirmar «nosotros lo hemos dejado todo, ¿qué será de nosotros?». Oye hablar al Maestro de tronos y piensa de repente, sin pensarlo ‘Seré el primero’. Aquello le mereció una reprimenda del Señor, pero es que dice unas cosas que son tan difíciles de entender, que uno se hace un lío; el otro día le oyó decir que eran felices los pobres y los que sufrían y los que recibían humillaciones. Lo vio transfigurado en el monte Tabor y aquello sí que le iba, quiso quedarse allí un buen rato. Es el fanfarrón humillado en la Pasión. Pedro es arrogante para tirarse al agua del lago y al mismo tiempo miedoso por hundirse. Cortó una oreja en Getsemaní y luego salió huyendo. Es el paradigma de la grandeza que da la fe y también –sin tapujos– de la flaqueza de los hombres. Se ve en el Evangelio descrita la figura de Pedro con vehemencia para investigar; protestón ante Cristo que quiere lavarle los pies y noble al darle su cuerpo a limpiar. Es el primero en las listas, el primero en buscar a Jesús, el primero en tirar de la red que llevaba ciento cincuenta y tres peces grandes; y tres veces responde que sí al Amor con la humildad de la experiencia personal.
Ahora es Papa infalible sobre corderos y ovejas porque lo cambió Jesús a pastor. Con el Espíritu Santo, después de aquel pentecostal huracán celeste, va por las plazas y calles en Jerusalén, y de pueblo en pueblo, contando la vida de Jesús de Nazaret, lo que enseñó y lo que hizo, afirma que murió en la cruz y está vivo, asegura que él lo ha visto; dice estas cosas en la casa del amigo, junto al fuego, y en el pórtico del templo. Crecido el pequeño aprisco primero y con muchos más peces en la red, en un concilio determina lo que es bueno para todos.
Roma no está tan lejos. Pedro está allí hablando a los miserables y a los esclavos, prometiendo libertad para ellos, hay esperanza para el enfermo y hasta el pobre se llama bienaventurado; los menestrales, patricios y militares… todos tienen un puesto; ¿milagro? resulta que todos son hermanos. Y saben que es gloria sufrir por Cristo.
Nerón, el monstruo humano, se divierte con incendio y lira en mano. Para no ser acusado, desvía el golpe mirando a los cristianos. Sí, son ellos los enemigos del pueblo y del género humano, son ellos los incendiarios. Decreto, sangre y muerte. En la cárcel Mamertina está encerrado, sin derechos; no es romano, es solo un judío y es cristiano. Comparte con el Maestro el trono: la cruz, cabeza abajo.
En el Vaticano sigue su cuerpo unificante y venerado de todo cristiano.