Oseas 2, 16.17b-18. 21-22

Sal 144, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9  

san Mateo 9, 18-26

 «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá.» San Mateo no nos dice el nombre del personaje, otros evangelistas nos dirán que era Jairo, el jefe de la sinagoga. Los milagros de Jesús son importantes, pero no lo más importante de su vida. Me impresiona más de este Evangelio cómo se lo piden ( o no) a Jesús. Se acercan a Jesús con la confianza de que dará lo mejor que tiene. No saben si es el Hijo de Dios, un predicador o un buen maestro, simplemente saben que Jesús no defrauda. Jesús no es un hombre espectáculo, no busca su promoción ni echar en cara la incredulidad de otros. Jesús va a dar lo que tiene, su persona y, por lo tanto, muestra el camino, hace brillar la verdad y entrega la vida. Con señorío. A Jesús unos van de frente y se arrodillan ante él, otros se acercan sigilosamente, por la espalda. Y Jesús hace el milagro para ambos. No busca la publicidad, con que uno crea es bastante, da igual el número de espectadores.

 “ Así dice el Señor: «Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón. Y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que la saqué de Egipto.” Es entrañable esta lectura de Oseas. No es más milagro resucitar a un muerto, curar doce años de flujos de sangre o sanar una almorrana. El verdadero milagro es que Dios habla al corazón y le escuchamos. Dios no está lejos de nosotros y no es un ídolo al que nos acercamos para pedirle cosas, es un esposo que acude presuroso ante nuestras necesidades. El problema es que a veces nos representamos a Dios como alguien que nos pone las cosas difíciles y, tras un largo esfuerzo, llegamos a acercarnos a Él. Hemos hecho de Dios un ídolo al que hay que acceder tras una larga ascensión hasta su templo santo, lugar al que sólo llegan unos pocos elegidos.Sin embargo Jesús nos muestra que Dios es el que acerca a nuestra vida, a nuestros problemas y alegrías. Jesús es el que nos dice: “¡Ánimo!” Dios no está en guerra contra los hombres, juega un partido en el que ganando Él ganamos nosotros.

La Virgen nos enseña que cuando Dios gana entonces ganamos todos.