Isaías 7, 1-9
Sal 47, 2-3a. 3b-4. 5-6. 7-8
san Mateo 11, 20-24
Al meditar sobre el Evangelio de hoy he recordado las palabras que el Sagrado Corazón dirigió a Santa Margarita María de Alacoque. Se lamentaba Nuestro Señor de que habiendo amado tanto a los hombres no recibía de estos más que indiferencia y desprecio. Y señalaba que le dolía tanto más porque sentía que esto pasaba también con las personas que le eran especialmente cercanas, los cristianos en general y singularmente los consagrados.
A nosotros Corozaín o Betsaida nos quedan lejos, lo mismo que Cafarnaúm. Así que en vez de los nombres de esas ciudades hemos de leer los nuestros y caer en la cuenta de todo lo que Jesucristo ha hecho por cada uno de nosotros. Siempre me impresionaron las palabras de san Pablo cuando dice “me amó, y se entregó por mí”. Esa conciencia del amor singular de Jesucristo, experimentado y confesado por el Apóstol, es una lección de sano realismo. Porque, al final, la salvación algo ha de tener que ver con cada uno de nosotros. Benedicto XVI, refiriéndose a la insuficiencia de las redenciones inmanentes señalaba que este es uno de sus límites. Indicaba que el hombre no puede vivir sólo con la esperanza de un futuro mejor si él, personalmente, no va a vivir en ese futuro que se presenta como ideal. La salvación ha de ser personal aun cuando, señalaba también el anterior Papa, una salvación individualista resulta también insuficiente.
Por tanto hemos de colocarnos cada uno delante de Dios. Cuando lo hacemos caemos en la cuenta de todos los bienes que Dios nos ha dado y eso por poco que pensemos. Tenemos la vida, la fe, la esperanza, la Iglesia, multitud de personas a nuestro alrededor que nos quieren y a las que queremos… El Señor ha hecho verdaderas maravillas en nuestra vida y con cada uno de nosotros. Hemos sido amados desde toda la eternidad y elegidos como miembros de la Iglesia; llamados a la santidad a través de una amistad personal con Jesucristo. Junto a todo ello hay multitud de detalles, que deberían estar grabados en el corazón de cada uno de nosotros, y que nos deberían mover al agradecimiento.
Reconocer los bienes de Dios, el amor que nos tiene, es fundamental en nuestra vida. A partir de ahí tenemos la certeza de que hay Alguien que siempre nos ama y que no nos va a dejar nunca. Eso configura toda una vida y la hace capaz de las cosas más grandes. Al darnos cuenta de ese amor que nos tiene también podemos pensar qué hacemos nosotros por Jesucristo. No se trata de querer igualar los bienes que de Él hemos recibido. Más bien se trata de vivir de acuerdo con esos dones, sintiendo la alegría de que el Señor se haya fijado en nuestra debilidad. Ha hecho prodigios grandes, al liberarnos del pecado y, por ello podemos pasar toda nuestra vida cantando sus alabanzas.
Que la Virgen María, que canto en el Magníficat las maravillas que Dios hizo a favor suyo nos enseñe a nosotros a reconocer y alabar a Dios por todas sus obras.