Santos: Pedro Crisologo, obispo y doctor de la Iglesia; Abdón y Senén, Rufino, Gerardo, Germán, Julita, Máxima, Donatila, Segunda, Septimia, Augusta, mártires; Leopoldo de Castellnuovo, Terencio, confesores; Silvano, eremita; Imeterio, monje; María de Jesús Sacramentado Venegas de la Torre, virgen.

A la hora de escribir la hagiografía de estos dos mártires, uno se queda algo perplejo porque las Actas son tardías, probablemente del siglo VI, y repletas de exageraciones que intentan aumentar sus figuras siempre cortas por la carencia de datos. Seguramente a su autor le pasó igual que a mí; no teníamos abundantes cosas ciertas sobre Abdón y Senén; él se sentía en la obligación de dar respuesta –e intentaba catequizando– a las lógicas preguntas de los fieles que los veneraban; las rellenó con los pocos datos de que disponía. Yo solo intento dar una somera noticia sobre ellos a los hipotéticos lectores futuros, y como lo que nos ha llegado es lo que el anónimo autor de las Actas escribió, pues lo pongo ya –salvando con esta observación previa la verdad histórica– como lo hemos recibido.

No hay duda acerca de su remota antigüedad, ni del hecho de su martirio, ni de lo prolongado e inmemorial de su culto. Un aspecto digno de comentario –por lo extraño y menos frecuente entre el innumerable grupo de mártires que dio la Ciudad Eterna– es la relación de Abdón y Senén con el mundo persa.

Con un error de ocho años se puede uno aproximar a la fecha de su martirio; no es posible acercarse más: o fueron muertos en la persecución de Decio, en torno al año 250, o, si murieron en la de Valeriano, fue alrededor del 258.

La Passio es de san Policronio. En ella se les describe como ‘subreguli’ o jefes militares de Persia. Ya hay un dato; lo malo es que también afirma el autor que fueron hechos prisioneros por Decio y esto ya no es creíble, porque Decio no peleó nunca allí, ni hizo guerra a los persas. Hay que aclarar que su origen persa se conoce también por otro tipo de documento, esta vez iconográfico y aparecido en la decoración de la tumba de los mártires, en la catacumba de Ponciano de la Vía de Porto, donde fueron enterrados después que los cristianos recogieran sus cuerpos y donde recibían una especial veneración; sus figuras están esculpidas con vestiduras propias de los persas y con gorros orientales. La nota del cronógrafo de Filócalo, del año 354, dice así en la lista de enterramientos de mártires: «El día 3 de las ‘calendas de agosto’ –es decir, el 30 de setiembre–, Abdón y Senén, en el cementerio de Ponciano, que se encuentra junto al ‘Oso encapuchado’». Y esto coincide con la aportación del calendario jeronimiano, de donde lo tomaron los demás martirologios posteriores como el de Beda, Adón y Usuardo. Pero bien pudieron ser, en lugar de personajes importantes, un par de parias trabajadores de los almacenes del puerto romano, que eran cristianos.

Bueno, después de tanta letra, convendrá decir algo de los santos Abdón y Senén, ¿no? A ello voy.

Se dice que fueron denunciados por enterrar en sus propiedades los cuerpos de los cristianos insepultos. Cuando los detuvieron, se les quiso obligar a sacrificar a los ídolos y se negaron con absoluta intrepidez, proclamando al mismo tiempo la divinidad de Jesucristo. De la cárcel los sacaron para ponerlos, situados como avanzadilla cautiva y cargada de cadenas, delante de la carroza triunfal del emperador, en marcha victoriosa y radiante por las calles de Roma. A su paso, Abdón y Senén escupían a las estatuas de los ídolos que encontraban. Los condujeron al circo, allí fueron expuestos ante los osos y leones, que inexplicable y maravillosamente los respetaron ante el estupor y griterío de los espectadores. Por fin, les cortaron la cabeza, arrastraron sus cuerpos atados de pies y manos, y los dejaron abandonados delante del dios Sol. Un grupo de cristianos los retiró en secreto y les dieron sepultura.

Los restos de Abdón y Senén se trasladaron a la rica basílica levantada sobre la catacumba que Adriano III restauró al final del siglo VIII–de la que no queda ni rastro– y de ahí los pasó el papa Gregorio IV a la iglesia de San Marcos en el año 826, en el actual palacio de Venecia. Parte de esas reliquias se veneran en el monasterio de Nuestra Señora de Arlés-sur Tech, de los Pirineos orientales.

De todos modos, aparte de las conclusiones de la historia escrita, labrada en piedra y testificada por la arqueología, es indudable la existencia de dos cristianos antiquísimos, muertos por la fe en Jesucristo, a los que se les dio un inmemorial culto. Lo demás importa menos; el hecho de que fueran grandes sátrapas y gente top de Persia o no; que vinieran ya bautizados de un país exótico como emblema descendiente de aquellos primeros persas evangelizados quizá por san Simón y san Judas, o que fueran gente trabajadora residente en Roma y allí convertidos a la fe, o incluso nacidos ya en Roma de una generación anterior de cristianos persas importa menos; es la simple conjetura ante el hecho del largo y fiel camino recorrido por Abdón y Senén hasta dar en Roma la vida por la fe. Saciar la curiosidad no es tan primordial; a la postre, ni siquiera sus mismos nombres son tan importantes, lo que da color a la historia es su fidelidad.