Afirmar que “no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista”, o que “el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él”, es mucho afirmar. Aquí lo grande y lo pequeño se nos escapa, como se nos escapan, en realidad, las proporciones y las medidas de Dios sobre nosotros y sobre todas las cosas. Por eso, cuando intentamos que las medidas de Dios, sus criterios y sus planes se acomoden a nuestro rasero, habitualmente bastante mezquino y miope, entonces nos topamos de narices con la cuadratura del círculo y preferimos vivir como si las cosas dependieran solo, o sobre todo, de nosotros, porque Dios está en otro mundo y a otras cosas.

Y nosotros, puestos a medir, damos tal prioridad al propio criterio y valor sobre las cosas que, corremos el peligro de terminar por no saber dónde está el norte o el sur, ni cuánto son dos y dos. Tendemos a engrandecer lo pequeño y a empequeñecer lo grande. Por eso, juzgamos las cosas y las personas por las apariencias, medimos la grandeza de las personas por sus cargos, su poder o sus éxitos aparentes, canonizamos en vida a todo aquel que parece hacer milagros o que predica como los ángeles, juzgamos las medias tintas como algo virtuoso, aconsejable y hasta socialmente prudente, o consideramos demasiado pequeño y sin valor lo que social o eclesialmente no triunfa, no está de moda o no nos promociona para alcanzar los puestos mejores. Y entonces llega esa otra cuadratura del círculo aún mayor, que es intentar vivir nuestra vida de fe aunando los dos criterios y las dos medidas: la de Dios y la del mundo, el criterio evangélico y el criterio mundano, es decir, no siendo ni cuadrados ni redondos, sino todo lo contrario. Terminamos, en definitiva, por diluir el criterio evangélico en el criterio mundano, hasta convencernos que el Evangelio, en realidad, lo escribe uno mismo sobre la marcha, o al ritmo del criterio de la mayoría, de lo que conviene a mis ambiciones e intereses, o de la antipatía o simpatía que sienta por esta u otra persona.

Con esta doble cuadratura del círculo llegamos a creer que tenemos el poder de ser, a la vez, cuadrado y redondo, cuando en realidad no somos ni una cosa ni otra: ni frios ni calientes, ni grandes ni pequeños, ni a los ojos de Dios ni a los ojos del mundo. En cambio, la Palabra de Dios habla de desiertos que se convierten en vergeles, de yermos que se convierten en fuentes de agua y de estepas que se convierten en frondosos bosques. Como si Dios fuera capaz de convertir lo cuadrado en redondo, lo mundano en evangélico, lo pequeño en grande y lo grande en pequeño. Puestos a vivir nuestra propia cuadratura del círculo lo más que conseguimos es hacer de la chapuza espiritual y evangélica todo un estilo de vida. Puestos a dejar que Dios cuadre nuestros círculos, él nos convierte en trillo aguzado, capaz de trillar y triturar los montes, hasta convertirlos en paja que es dispersada por el viento y los vendavales. Y entonces, tantos criterios mundanos que nos parecen altos y robustos como montes, caerán como paja, mientras que lo que tantas veces despreciamos como paja será convertirdo en ricos vergeles y en colinas grandiosas. Y esto, pasa, nos guste o no, dentro y fuera de la Iglesia, dentro y fuera del mundo, dentro y fuera de cada uno de nosotros, que de tanto vivir pendientes de cuadrar el círculo nos olvidamos de dibujar el punto y la línea recta.