Pues sí, ¡están las cosas como para estar alegres y desbordar de gozo! Eso de vestir un traje de gala, de ser envueltos en un manto de triunfo, de ser coronados como antiguamente lo eran los novios, o de ser adornados con joyas, como suele hacer la novia en la fiesta de su boda, está muy bien, pero solo para los cuentos de hadas, porque la realidad y la dureza del día a día se escribe más en prosa que en verso. Vamos que, si la religión cristiana anda con estas cosas, tal y como está el ambiente, una de dos: o los cristianos viven en la luna, o la luna no está hecha para todo el mundo. Como si la alegría cristiana fuera una especie de resort, solo accesible para unos pocos privilegiados, selectos, raros y escogidos.
Es nuestra manía de separar a Dios de la normalidad de nuestra vida y recluirlo en el mundo perfecto del hiperuranio de Paltón: allí donde la felicidad se hace utópica e inalcanzable y allí donde solo habita Dios, dedicado a abanicarse bajo el cocotero de su propia gloria y felicidad. Eso sí: si bajara a la tierra, si conociera mis problemas, si se preocupara realmente de mis cosas, se le tendría que caer la cara de vergüenza, porque pudiendo hacerlo, no hace nada para cambiar las cosas y solucionar todo el mal y la injusticia del mundo… Y, así entre estos devaneos, seguimos también con nuestra manía de echarle la culpa a Dios de todo, es decir, de todo lo que nosotros no hacemos por desidia, pereza y omisión.
Hemos sustituido el espíritu festivo de las celebraciones cristianas por el espíritu de la diversión y el entretenimiento, propio del ocio mundano. Y no es incompatible la alegría y el gozo cristiano con los problemas, agobios, cruces y preocupaciones de cada día. Más bien, todo lo contrario: es precisamente ahí, en esas dificultades diarias, donde Dios puede “bendecirnos con toda clase de bienes espirituales y celestiales”. El problema es que quizá tú y yo no tenemos todavía muy claro en qué consiste la verdadera alegría, esa que procede de Dios, y no la que sale del bombo de la lotería escrita en una pequeña bola. Esta otra felicidad, más fugaz y pasajera, termina por ahogar el espíritu y hacer que nos agarremos fuertemente a las seguridades humanas y espirituales que nos da el bienestar económico y social. Si las cosas van bien y no tenemos problemas, o no los tenemos muy gordos, es que Dios es bueno y nos ayuda; si las cosas se tuercen y nos crecen por todas partes los enanos, es que Dios nos está castigando, y ya ni nos ayuda, ni es bueno, ni es Dios.
Por eso, la otra clave de la felicidad cristiana es la oración constante, esa que nos ayuda a dar gracias a Dios en toda ocasión, buena, mala o regular. Y también esto nos cuesta, porque tenemos quizá la costumbre de rezar solo in extremis, es decir, cuando estamos ya entre la espada y la pared. Hay, sin embargo, un gozo sereno, muy interior, que se irradia suavemente a través de la palabra, del trato, del saber estar. Ese gozo interior, cuando nace de la oración y de la presencia de Dios en nuestra vida, atrae con fuerza y, tarde o temprano, termina por suscitar alrededor interrogantes e inquietudes: ¿de dónde saca este la fuerza para mantener ese ánimo sereno y gozoso, a pesar de que le están dando por todas partes? Revisemos con sinceridad cuáles son las fuentes de nuestra alegría y cuáles son también las fuentes de nuestra tristeza.