No te asustes si te llamas Venancio, que para raros los Reyes Godos, y no dejaron constancia de trauma alguno por llamarse Leovigildo o Ataulfo. Nuestros nombres de pila han perdido el valor que tenían en la cultura judía. Ahora usamos el lote de los habituales porque eufónicamente funcionan, pero en tiempos de Jesús trascendían la mera nominación de la persona llegando a la revelación de su ser. Que el Bautista se llamara Juan, significaría el pórtico de su misión como la ‘voz’ del Maestro, quien sería la ‘Palabra’.
Una de las cosas que al Señor más le interesa de mi vida es que yo sea un yo de verdad, un yo musculado, y esto no es una boutade. En el budismo, mi entrada en la divinidad supone desaparecer en la inmensidad de un océano sin orillas. Yo sería una gota que va resbalándose hasta perderse en el azul. El Señor, en cambio, quiere una criatura que dialogue con Él, espera un yo enfrente, alguien con argumentos y corazón. De hecho bien nos lo recordó en aquel «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Dios me quiere por mí, porque entero me hizo y de mi generosidad depende que llegue al puerto sereno de mi vocación.
¿Quién soy yo? Pregúntatelo hoy, así, de sopetón. Como siempre llevamos los cinco sentidos en posición de salida, y andamos atropellados, apenas damos tiempo a la reflexión. Facilito pistas para esos barruntos del conocimiento personal:
1.- La lectura. Pero no cualquiera. Este mes celebramos el centenario de «Platero y yo», de Juan Ramón Jiménez. Y tiene razón el periodista Ignacio Camacho cuando dice que la obra es «una fábula moral sobre las cualidades del alma», no una mera cursilería redicha. Aquí se encuentra alimento para el alma. Cuando leí la historia del cura José, que iba siempre en estado de unción y «hablaba con miel», pero odiaba a los niños, a los pájaros, a la naturaleza, etc., en seguida pensé que mi sacerdocio no podría ser el de don José. No se puede mantener un estado de doblez en la personalidad espiritual. La vida en Dios y el entramado cotidiano son piezas de una misma realidad.
2.- Una nueva forma de entrar en oración. Porque a veces rezamos como la anciana cuenta sus lentejas, con el pensamiento en otro siglo. Hay una frase de Benedicto XVI que me conmueve hasta los tuétanos, porque sugiere un arranque distinto a la hora de entrar en oración. Dice el Papa emérito «la oración es una disposición a exponernos delante de una presencia misteriosa». Uf. Si uno entra en oración expuesto a Cristo, que está en el sagrario, el Señor termina por revelársenos y revelar quiénes somos.
3.- Dónde pones la ilusión. Conozco a directores de empresa que se precian en manejar información y en dosificarla con metáforas, para que nadie les comprenda. Con esas mezquindades se divierten, dejando el corazón en gustos mediocres. Es como el que vive de chismes y quiere enterarse de esos personajes secundarios que aparecen siempre en televisión. Son maneras pobres de vivir. Dios nos regaló un corazón para educarlo en una sensibilidad que sepa discriminar apetitos sagrados, de pasatiempos que en nada ennoblecen.
4.- Andarse amarrado al instante. Me gusta el último mensaje de la reina Fabiola que su padre espiritual nos dio a conocer, «he sido reina, y ahora soy un pellejo, pero este pellejo hizo su trabajo y ahora va a reunirse con su amor». Ella sabía que le había tocado echar el ancla en trabajos de mucha responsabilidad. Pero cada instante estaba en las manos de Dios, y su proceder estaba bien pegado a las exigencias de cada día.
Cuando en este tiempo de Adviento oímos tantas veces «el Señor, llega» o «el Señor va a llegar», parece que tarda en hacerlo, como si algo le retuviera, no es verdad. El Señor llega ahora que rezas. No pongas tu alma lejos de aquí.
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