Jesucristo se ha mantenido escondido, ha evitado desvelar el “secreto mesiánico” para eludir una mala interpretación…pero ahora el tiempo se ha cumplido y llega el momento de revelarse como el que es: el Mesías, el hijo esperado de Dios, el Salvador. Para ello prepara su entrada triunfal en Jerusalén según las profecías y en cada detalle de ese evento nuestro Señor nos desvela algo de su persona y su mensaje porque su mensaje es su persona. Jesús entra en Jerusalén montado en un pollino y no en un caballo. La razón es sencilla, el caballo era un animal de guerra, símbolo de la fuerza y el poder. El pollino es un animal que simboliza la paz, la mansedumbre. Cristo es el príncipe de la paz, el manso y humilde de corazón y así quiere entrar en Jerusalén y ser conocido. Además permite que le alfombren el suelo con palmas y ramos de olivo y que le aclamen como el Mesías la grito de Hosanna. La escena debió ser impresionante, grandiosa. Parecía que por fin se iban a cumplir las escrituras, que de una vez por todas el pueblo de Israel sería liberado del opresor y elevado sobre todos los pueblos. Pero Nuestro Señor todavía reservaba una sorpresa a su pueblo, todavía no habían entendido lo que tenía que pasar para que se cumplieran las escrituras, como dirá a los dos de Emaús.

El camino hacia la glorificación del Hijo del hombre es el camino de la Cruz. Por eso el domingo de Ramos, día de la aclamación de Cristo como Mesías, se lee en la liturgia el Evangelio de la pasión según San Marcos. El rey de todos los hombres, el pastor de los pueblos, no busca su propia gloria, ni su ensalzamiento ni ser aclamado. Busca tan solo el bien de su pueblo cumpliendo la voluntad de su Padre. Es la imagen del pastor que da la vida por sus ovejas, que ha comprendido que su vida solo da fruto si cae en tierra y muere. Y lo más asombroso de todo es que nadie se la quita, es Él quien la entrega voluntariamente. Es un acto de donación total y absoluto. Y es que así se nos da Dios, completamente, sin reservas, sin cálculos, sin escatimar. Se da todo porque no sabe darse de otra manera. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo…y de Cristo se dice en el Evangelio de Juan que “habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”.

Del Evangelio que leemos hoy quisiera fijarme en una escena justo al comienzo del mismo. Se trata de la unción en Betania. Allí una mujer misteriosa, a los pies de Jesús, rompe el frasco de alabastro que contenía el costoso perfume de nardo y lo derrama sobre su cabeza. Es impresionante el detalle de Marcos: el frasco se rompe, todo el contenido se derrama. Es en cierto sentido una imagen del sacrificio que va a hacer Jesús: el frasco de su corazón, que contiene el perfume del amor de Dios va a ser quebrado, no solo abierto, sino roto, de modo que nada pueda reservarse para más tarde. Ni una gota de sangre ni de agua le quedó a Jesús después de su pasión. La dio toda para la salvación de los hombres. Este es el rey que entra hoy en Jerusalén, este es su mensaje: el amor de Dios se derrama sin límite sobre sus hijos, buenos y malos porque Dios da como Él es, infinitamente.

Configurarse con Cristo significa aprender este gesto de darse rompiéndose, derramándose desde el corazón a los demás. A veces le ponemos dosificadores al corazón, amamos a ráfagas porque tememos vaciarnos y que nadie nos llene. Nos equivocamos, alguien rompió antes que nosotros el frasco y su amor no deja de manar y de llenar a los que están dispuestos a vaciarse. Que María nos enseñe a amar de esta manera para parecernos cada día más a nuestro Señor Jesucristo.