Dicen que la esperanza es lo último que se pierde y lo cierto es que eso depende de dónde se haya puesto la esperanza. Si se ha apoyado en algo material, se pierde cuando lo material desaparece; si se ha apoyado en una persona, se pierde cuando esta muere; si se ha apoyado en las cualidades personales, se pierde sencillamente con el paso del tiempo. Pero es que no es cierto que la esperanza tenga que llegar a perderse. Las palabras de Pablo son alentadoras: Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios. El aliento y al esperanza del apóstol de los gentiles le viene directamente de Cristo porque en Él ha decidido fundar su esperanza. ¿Pero esto qué significa? Significa sencillamente dar crédito a la promesa de alguien porque las promesas abren una esperanza que se apoya en la credibilidad de la persona que promete. En el Evangelio leemos las bienaventuranzas que no son otra cosa que promesas de Cristo a sus discípulos: bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Es como si dijera: “yo prometo a aquellos que se hagan pobres de espíritu, es decir, que no se fíen de sí mismos, que no se vanaglorien de lo que tienen, que se pongan los últimos, que pongan su vida en mis manos, yo prometo a esos que les daré el Reino de los Cielos. Nuestro consuelo nos viene del simple hecho de que el que promete es Dios nuestro Señor, y si algo le caracteriza es la fidelidad. Jamás rompe una promesa y por eso nuestra esperanza es firme. Seremos bienaventurados en el Reino de los cielos si somos capaces de vivir como Cristo las tribulaciones de aquí abajo, y aún aquí abajo la esperanza de las promesas será nuestro consuelo.
Que María nos ayude a esperar sin desfallecer y a saber llevar esperanza a los que nos rodean. Amén