Jesús actúa de manera que siempre nos deja la oportunidad de elegir. Así lo vemos en el evangelio de hoy. El domingo pasado escuchábamos la narración de dos milagros y hoy se nos dice que Jesús no pudo realizar ninguno porque no tenían fe.

La primera lectura nos introduce en la difícil misión del profeta. Frente a la idea de que el profeta es una especie de realizador de prodigios, un triunfador que se impone por sus obras maravillosas, el libro de Ezequiel nos recuerda que es alguien enviado de parte de Dios para mover los corazones y que estos pasen de la rebeldía a la obediencia. Hay signos que atestiguan la validez de la enseñanza, pero resultan insuficientes si la voluntad se resiste. Precisamente el evangelio muestra el proceso de la resistencia. Se reconoce en primer lugar los hechos: que Jesús habla con autoridad, que realiza milagros. Pero se trata de un asombro condicionado y, por ello, en lugar de pasar al agradecimiento inician el interrogatorio. Y empiezan a preguntarse por su origen, por su madre María, por su oficio, por su parentela… Se trata de una batería de preguntas para oscurecer los hechos.

Para comprender lo que sucede ante nuestros ojos no basta con verlo, sino que es muy importante la disposición del corazón. La presencia de Jesús en Nazaret, pueblo pequeño en el que quizás nunca había sucedido nada relevante, no es vista como una visita de Dios, una irrupción de la gracia, sino como un fenómeno extraño que hay que descifrar. De ahí que aquellas gentes prefirieran encontrar una respuesta, que por otra parte no les es dada, que no reconocer la misericordia que se les concedía. Dios nos habla a través de medios humanos. En Jesucristo, la divinidad se manifestaba a través de su humanidad (nacido de María Virgen). Pero precisamente en su humanidad era perceptible que había algo más grande, y eso es lo que sus convecinos no están dispuestos a reconocer. Y rastrean en su genealogía para autoconvencerse de que allí no sucede nada. Así es Dios con nosotros, que siempre nos deja libertad de elección y no se impone por la fuerza sino que nos ofrece su misericordia para que la acojamos.

En la segunda lectura san Pablo complementa esa enseñanza. Ante Dios siempre hemos de sabernos mendigos y sentir nuestra debilidad, precisamente para que se manifieste su fuerza. Él mismo constata como, para evitar caer en la soberbia por las grandes revelaciones que ha tenido, sufre con una espina clavada en su carne. No sabemos si se refería a una dolencia física o a las tendencias de la concupiscencia. Lo importante es que esa situación le lleva a tener que pedir a Dios y a recibir esta consoladora respuesta “te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. Ante Jesús los ciudadanos de Nazaret prefirieron sentirse fuertes y no se dejaron tocar por la gracia. San Pablo reconoce como no es por sus fuerzas, sino por el poder de Dios, que puede llevar adelante su misión.

De la última frase del Apóstol: “cuando soy débil entonces soy fuerte”, sacó santa Teresa de Lisieux su famosa frase: “amad vuestra pequeñez”. Y no se refería sólo a la falta de medios materiales sino también a la incapacidad para realizar grandes virtudes, lo cual nos lleva a reconocer constantemente nuestra nada delante de Dios y a solicitar continuamente su ayuda.