Santos: Lorenzo de Brindis, presbítero y doctor de la Iglesia; Abamón, Adrián, Elio, Víctor, Práxedes, Julia, Claudio, Justo, Jocundo, Alejandro, Longinos, Feliciano, Juan, mártires; Alberico Crescitelli, sacerdote mártir, Ana Wang, joven, Andrés Wang Tianquing, niño, y compañeros mártires chinos; Arbogasto, abad; Domnino, Ignacio, Crimoaldo, Gondulfo, confesores; Zótico, obispo; Reinilda, virgen; Juan, monje; Daniel, profeta.
Entre los testimonios más significativos y documentados de los mártires chinos, se destaca el caso de Ana Wang, adolescente asesinada en Hebei durante la revolución de los Boxers.
Ana Wang nació en 1886 en Majiazhuang, en la zona del Weixian, al sur de la provincia del Hebei, en el seno de una familia cristiana. Perdió a su madre a la edad de 5 años. Muy pronto mostró su fuerte carácter: a los 11 años es prometida como esposa, pero se opone vigorosamente a este proyecto.
El 21 de julio de 1900, una banda de boxers penetra en Majiazhuang. Hacen una redada de cristianos a los que exponen con claridad la orden venida de arriba: «El gobernador ha prohibido practicar la religión occidental. En caso de apostasía, seréis liberados. En caso contrario, os mataremos».
La suegra de Ana, llena de miedo y conociendo que la alternativa va en serio, se decide por la apostasía y quiere que Ana tome la misma decisión. Pero Ana se opone a seguirla gritando: «Creo en Dios, soy cristiana, no quiero renegar de Dios. Jesús, ¡sálvame!». Ana y sus compañeras se quedan rezando toda la noche. A la mañana siguiente, los boxers conducen a los cristianos que no quisieron renegar de su fe al campo de ejecución.
Ana asiste a la terrible escena de la ejecución del pequeño Andrés Wang Tianquing, de 9 años. Los no cristianos lo quieren salvar, pero su madre afirma: «Yo soy cristiana, mi hijo es cristiano. Tendréis que matarnos a los dos». Los jefes de la banda se hacen una mueca con la cabeza. El pequeño Andrés se arrodilla y dobla su pequeño cuerpo; mira a su madre y su rostro se ilumina con una sonrisa; después, el hacha del verdugo cae sobre su cabeza. En esa ocasión, los boxers asesinaron a mujeres y a sus hijos, uno de ellos de 10 meses; uno de los torturadores tomó al niño por los pies, lo partió en dos y lo arrojó a los pies de su madre, ya muerta.
Ana tiene la mirada fija en la iglesia de Weixian. Arrodillada, reza en voz alta con los ojos fijos en el cielo. Un militar se acerca y le dice: «Renuncia a tu fe y te salvarás». Pero Ana no responde e, insistiendo el militar, le dice: «No me toques. Soy cristiana. Antes que la apostasía, prefiero morir». El bandido entonces le corta el brazo derecho y repite su petición: «¿Reniegas ahora?». Nada que hacer. Le da otro golpe. Ana dice: «La puerta del cielo está abierta» y susurra por tres veces el nombre de Jesús, bajando la cabeza. El bandido le da el golpe final y, con un tajo, se la arrancó.
Horripilante, ¿verdad?
Aquí no caben interpretaciones ni leyendas doradas que puedan magnificar tanto la barbarie de los verdugos como la fortaleza de la fe. Sencillamente el lenguaje –parco en barroquismos– refiere los hechos tal y como sucedieron. Ana Wang, una adolescente de catorce años, fue canonizada por Juan Pablo II el día 1 de octubre junto con otros 119 mártires de China, de los cuales 87 eran ciudadanos de aquel inmenso país. El grupo elevado a los altares es escuetamente una minoría representativa de los miles de católicos que murieron en China entre los siglos xvii y xx. Solo a manos de los boxers murieron por testificar su fe más de treinta mil. La historia de Ana Wang, si bien pone la piel de gallina, descubre ejemplarmente la profundidad del compromiso agradecido de la fe en Jesucristo.