Nos acercamos a la fiesta de Cristo Rey y con ella terminaremos un año litúrgico y con el Adviento comenzaremos un nuevo año. Las lecturas de estos días, sobre todo la de los domingos, nos hacen mirar a las realidades últimas: el cielo, la muerte, el infierno…
Poco se habla hoy de estas cosas porque tenemos una mirada muy cortita. Vivimos mirando hacia abajo, hacia lo más concreto de nuestra historia. El Señor en este evangelio nos cambia la mirada, nos invita a mirar hacia arriba, hacia el cielo.
A estos saduceos no les interesa para nada la Resurrección, de hecho no creen en ella. Pero se acercan a Jesús para dejarle en evidencia, le preguntar para “pillarle”. ¡Qué gran maestro es el Señor! No solo no le pillan sino que consiguen que nos de una explicación sobre el final de los tiempos y sobre todo nos muestra como es Dios, nuestro Dios. Además se nos resitúa el misterio de la muerte.
La muerte no es una meta sino una puerta. Lo propio de la puerta es comunicar dos estancias. Y la muerte es precisamente eso: lo que comunica la vida terrena con la vida eterna. La muerte no tiene la última palabra porque Cristo la venció. La muerte es, por tanto, un paso a algo grande: a la comunión eterna con Dios. ¡Que bello, me decía una persona ante de morir, será el encuentro con el Padre de la Misericordia! Y para ello hay que pasar por esa puerta.
Lo que asegura esa vida eterna es precisamente la definición que hace Jesús acerca de Dios, no es un Dios de muertos sino de vivos. Porque como dice el Señor: porque para él todos están vivos.
Hoy celebramos también la Fiesta de la Presentación de la Virgen María en el Templo. Ella sí que creyó en la palabra de Jesús y ya goza de la misma gloria de Dios. Le pedimos a ella que nos conceda la gracia de mirar hacia arriba donde nos espera ella para introducirnos en el banquete del Reino celestial.