Contaban de un joven ladrón, que aprovechando la obscuridad nocturna, entró en la catedral de Viena a robar. Se’ dirigió al altar mayor donde había, colgado de la bóveda un gran crucifijo con Cristo coronado como Rey con una extraordinaria tiara de oro y piedras preciosas. Cuando el joven estaba, cogiendo con sus manos, la preciosa corona oyó una voz del Cristo que le decía: «¡No cojas lo que no vale! Toma mi corazón.
Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, rey eterno y universal cuyo dominio abarca el centro y la identidad de cada persona. Su reino es de paz, justicia y amor. Un reino que no se impone, sino que invita tocando el corazón de cada persona. Cristo es un Rey muy especial que busca a cada hombre y habla de «corazón a corazón», mostrándose tal cual es: Rey y Señor de todo, Rey manso y humilde de corazón. Es rey sí, pero sin palacio; tiene corona sí, pero de espinas; tiene trono sí, pero una cruz… Un rey muy especial.
Las lecturas de este domingo nos describen esta realeza de Cristo. Lo hacen de una manera muy curiosa. Por un lado manifiestan la divinidad del Hijo del Hombre, dotado de poder real y dominio eterno sobre todos los pueblos (Dn 7, 13-14) y a Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra lleno de gloria y poder eterno (Ap 1,5-8). Y por otro, cómo este Hijo del Hombre, revestido de gloria y majestad, se abaja humildemente ante Poncio Pilato el procurador romano (Jn 18,33b-37).
¿Cuál es la nota distintiva de este Rey? la humildad. No impone, suplica, solicita insistentemente al corazón del hombre. Acerquémonos a texto de San Juan para descubrir a un Rey que, al igual que lo hace con Pilato, también me busca y llama a mi corazón: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).
Impresiona la figura de Cristo, Rey y Juez del Universo, que aparece atado como un vulgar delincuente, como un reo que va a ser condenado a muerte. Se ve al Señor despojado injustamente hasta de su honra y humillado ante judíos y romanos y sin embargo esta humildad y mansedumbre ante tamaña injusticia le reviste de una insólita majestad y señorío que impresiona y penetra en lo más profundo del corazón del hombre provocando una respuesta y una toma de postura.
Cristo se reafirma ante la pregunta de Pilato sobre su realeza: «Tú lo dices, soy Rey». Aparecen aquí el señorío y la Majestad de Jesucristo sin necesidad de aditamentos humanos que revelen la grandeza del Señor. Nada puede manifestar mejor esto que la sencillez de un cuerpo humillado, injuriado y despreciado frente a nuestras miras humanas de realeza, ostentación y vanagloria. Es en ese cuerpo tocado por la injusticia donde resuena, de un modo incuestionable, la personalidad divina de Jesucristo y su realeza.
Una realeza que «da testimonio de la Verdad. Jesucristo nos revela que la verdad se comprende entrando en una relación. Por eso responde a Pilato: «el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 37). Se manifiesta que la verdad no nos pertenece, sino que nosotros pertenecemos a ella, pues de ella venimos. Y que en la verdad hay siempre una escucha a la llamada primera, a la voz que suscita y llama. Por eso la verdad requiere abrir el corazón, la conversión y, por supuesto, la apertura del oído para escucharla.
Sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar campo libre al que impone sus criterios, es decir a los más fuertes y poderosos. A todo esto tiene que hacer frente Pilato, el juez es puesto a prueba por el imputado. Se han cambiado los papeles. Es el Señor, el sometido a juicio, quien señala y toca lo más profundo del corazón del gobernador romano.
Pilato, lleno de miedo e inquietud, percibe el mensaje de Jesucristo y como se siente inseguro y sin fuerza para abrazar la verdad se escapará diciendo: «Y ¿qué es la verdad?». Y recurrirá a sus poderes humanos para tranquilizar su corazón.
Jesucristo, Rey del universo, hoy, con la misma solemnidad, como lo hizo con Pilato, me interpela. ¿Qué le responderé? ¿Abriré mi corazón y le dejaré reinar o, por el contrario, huiré con vanas justificaciones y pretextos y me apoyaré en «poderes humanos»?
Que María Reina prepare en nuestro corazón el auténtico reinado de Jesucristo.