Escribió Pablo VI: “Nuestra época conoce numerosos obstáculos, de entre los cuales nos contentamos con mencionar la falta de fervor. Es tanto más grave cuanto que viene del interior; se manifiesta en la fatiga y el desencanto, la rutina y el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza”. Y frente a ello exhortaba, principalmente a los que tienen la tarea de evangelizar en alimentar en ellos el fervor del Espíritu. Y señalaba como ejemplo a san Juan Bautista, del que nos habla el evangelio de hoy.
Se refería el Papa, al hablar del Precursor, a un “aliento interior que nadie ni nada sabría explicar”. Conocemos, aunque no aparezca en el texto de este domingo, que fueron multitudes las que se acercaron a las orillas del Jordán para escuchar a aquel profeta que, desde el desierto, anunciaba la cercanía de Cristo. Juan el Bautista fue arrastrado por una fuerza interior y él mismo, con su vida y sus enseñanzas, se convirtió en un signo de esperanza. Si pensamos en el Precursor vemos que cultivó el don de Dios en el silencio interior, que a su vez era custodiado por el silencio del desierto. Pero aquel no fue un silencio infecundo. Podríamos decir que Juan se llenó interiormente para después entregarse del todo.
Así, el evangelio de hoy nos habla en dos direcciones. Por una parte está el mensaje de Juan, que nos exhorta a preparar un camino para el Señor. Sabemos que él viene a salvarnos, pero que también quiere que nosotros nos preparemos a recibirlo. Juan nos llama a dejarnos tocar por la misericordia de Dios, a quitar las resistencias que podamos tener. Pero también hoy se nos anima a, como Juan, dar testimonio de nuestra esperanza. ¿Qué atraía de aquel hombre que vivía austeramente? Seguramente la gente veía que sus palabras quedaban corroboradas por su misma vida y que, por tanto, lo que anunciaba encontraba alguna confirmación en su mismo modo de comportarse. La palabra que anunciaba también le transformaba a él. No era un discurso improvisado o simplemente aprendido que se contentaba con repetir. Lo que anunciaba configuraba su misma vida.
En un sentido parecido nos habla el apóstol san Pablo. Él, abocado totalmente al anuncio del evangelio, señala: “Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”. El apóstol habla de dos cosas íntimamente unidas. Por una parte nos recuerda que nuestra esperanza está puesta en el día de Cristo, hacia el que avanzamos unidos a toda la Iglesia. Por otra parte nos señala que en ese prepararnos para el encuentro con el Señor somos acompañados por él, por su gracia. Ello da fundamento a nuestra esperanza y, al mismo tiempo, permite que crezca cada día.
Y en ese mismo sentido el apóstol señala un camino para crecer en la esperanza. Es lo que él pide al Señor para sus amigos y que nosotros también hemos de pedir: que nuestra “comunidad de amor siga creciendo más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores”. La esperanza es la de toda la Iglesia. Y la relación de amor entre los cristianos ayuda a comprender mejor los signos de los tiempos y a afianzarnos en las promesas de Cristo.
Que la Virgen María y san José que esperaron juntos el nacimiento de Jesús nos ayuden durante estos días.