Hace poco tuve una conversación con una chica de diecisiete años, esa edad tempranera que aún no alcanza la juventud y todo está por delinearse. Me miraba a los ojos como buscando una salida coherente cuando le pregunté qué pensaba hacer con su futuro. Yo creo que no sabía ni la solución de su presente, como para plantearle un poco más allá. Pero fue resolutiva, «fama», dijo. Fama sin más, una respuesta no sólo breve sino manca. Porque el que busca fama sin saber la causa, es que no sabe qué es lo que quiere en la vida.
La fama se ha convertido para muchos jóvenes que han visto en los medios de comunicación a tanto desconocido colarse en la popularidad de la noche a la mañana, en una especie de paraíso ideal en vida. La fama se asocia al pico superior de la pirámide del encumbramiento personal, de toda aspiración.
Cuando el Señor hacía milagros, «su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea», dice el Evangelio de hoy. El Señor se hizo muy popular a su pesar, porque sus milagros lo delataban, pero Él huía de esa forma de aupar que tenemos los humanos de necesitar ídolos antes que maestros.
Es tan pobre el ser humano que cuando ve a alguien que alcanza la fama lo trata como a un bicho raro, alguien que camina permanentemente sobre un pedestal. Ese no estar a la altura del hombre es lo que Dios quiso romper con la Encarnación. El Señor podía haber aprovechado cada minuto de su vida oculta en Nazareth para convertirse en referente público, en el hombre que hacia milagros sin descanso, rodeado por un cortejo de salvas de aplausos. Pero a Nuestro Señor sólo le importa el corazón del hombre, llegar a él a tientas, para no asustar. Y al corazón sólo se le gana con amor, con la inédita espera del enamorado, no con juegos de mano y leones en la pista central. Él hará lo posible por buscar un encuentro cara a cara contigo, en el dobladillo de la vida.