Joel 2, 12-18

Sal 50, 3-4. 5-6a. 12-13. 14 y 17

Corintios 5, 20-6,2

san Mateo 6, 1-6.16-18

“Misericordia, Señor: hemos pecado”. Ésta es la realidad de la condición humana. Ésta es la verdad que puede acercarnos a la auténtica reconciliación… con Dios y con los hombres. No se trata de desacreditar tu autoestima o la mía, sino de penetrar en lo más hondo de nuestro corazón y revelar el misterio del sufrimiento y el dolor que nos ata desde hace siglos, miles de años… desde siempre. Si hay un Salmo en la Sagrada Escritura capaz de escudriñar todas esas raíces ocultas, vergonzosas y, a la vez, llenas de esperanza, ése es el Salmo 50. Junto al reconocimiento de lo que somos, viene también la solución al drama del ser humano: “Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza”.

Y tal como anuncia el Apóstol de los gentiles al pueblo de Corinto: “ahora es el tiempo favorable, ahora es día de salvación”. ¡Sí!, éste es el único mensaje de la Cuaresma, la única verdad que nos puede liberar, lo genuinamente gratificante: hay alguien que verdaderamente me quiere, y es capaz de dar la vida por mí.

En los medios de comunicación hemos visto, durante estos días, el entusiasmo con que se han ido anunciando y celebrando las fiestas del Carnaval en el mundo entero. ¿No resulta curioso el detalle de tanta máscara y disfraz?; ¿de qué ha de esconderse el hombre? Más allá del “divertimento” de lo que puede significar lo grotescamente carnal frente a lo espiritual, hay otra realidad mucho más radical, que también tiene que ver con la carne, y que hoy, Miércoles de Ceniza, se nos recuerda: “Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás”. Tal y como ayer comentábamos, la fórmula puede “suavizarse” con aquella otra de: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Pero la verdad es la misma. Y, ¡fíjate!, contrariamente a lo que puedan pensar muchos, si existe alguien que reverencia verdaderamente a la carne, ése es el cristiano. Nuestra paradoja pasa de reconocer nuestra propia condición a adorar a un Dios encarnado, es decir, de la misma condición que uno de nosotros.

En este Miércoles, por otra parte, se nos invita al ayuno y a la abstinencia. Se nos recuerda, una vez más, que somos deportistas del amor. De la misma manera que un atleta necesita preparación, sacrificio, renuncia, etc., para así resultar vencedor en la alta competición, nosotros también tenemos un torneo particular. Lo curioso, tal y como nos recuerda Jesús en el Evangelio, es que los frutos de nuestro entrenamiento hay que ponerlos en práctica, no delante de los hombres para que nos aplaudan o se admiren de nuestra “musculatura” interior, sino que el único que ha de saber de nuestros esfuerzos es el mismo Dios.

Todo es cuestión de amor. Vamos a recorrer juntos cuarenta días en donde iremos descubriendo lo más entrañable del misterio cristiano: un Dios hecho carne que va a entregarse, día a día, por cada uno de nosotros. Aquello que más nos duele, lo que a veces nos resulta insoportable, el dolor que parece nunca se va de nosotros, la traición que hemos podido sufrir, o la incomprensión que nos agobia en el corazón… ¡todo eso!, y mucho más, es lo que vamos a contemplar en la vida, en las palabras y, sobre todo, en el rostro amabilísimo de un Jesús que sale a tu encuentro y te dice: “¡ánimo!, yo he vencido al mundo”.

Ésta es la esperanza de la que nos alimentamos todos los días, y que nos hace recuperarnos de las cenizas de nuestra vida, lo único trascendente y que tiene valor: el amor que Dios ha depositado en ti y en mí, y que hace que lo carnal entonces sí tenga sentido, porque es la misma carne que llevó Jesús, y aún le acompaña por toda la eternidad.