Isaías 58, 9b-14
Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6
san Lucas 5, 27-32
En nuestro camino Cuaresmal nos encontramos hoy con la vocación de Mateo. Leví era un cobrador de impuestos y, por ello, a los ojos de sus contemporáneos, un pecador público. Pero el Señor pasa a su lado y lo llama: “Sígueme”. Y Leví, “dejándolo todo, se levantó y lo siguió”.
Leví responde inmediatamente a la llamada del Señor. Nada de pensárselo dos veces ni de dejar para el día siguiente lo que puede hacer en ese momento. Los de la vieja escuela aprovechamos el tiempo cuaresmal para hacer algunos propósitos. Conforme nos hacemos mayores nos volvemos menos exigentes. Supongo que confluyen dos hechos: la edad y el realismo. Por una parte ya no nos sentimos capaces de grandes heroicidades y, por otra, nos damos cuenta de que es mucho mejor lo pequeño si posible que lo muy grande pero irrealizable.
Pero el evangelio de hoy abre una puerta distinta. De lo que se trata es de hacer las cosas en seguida. La experiencia nos enseña que el gozo tiene que ver con el entusiasmo que hemos puesto. No se reduce a él, es evidente, pero se relaciona de alguna manera. Tener prisa para las cosas del Señor y, en general, para el bien, produce dividendos añadidos. La presteza da una alegría mayor que la dilación.
Acaba de empezar la Cuaresma y sentimos cómo es el mismo Jesús quien nos llama. Nos pide la resolución de dejar nuestra antigua vida para seguirle a Él. Lo decisivo es querer quedarse con Él. Parece que eso es más grande que no la de dejar lo que nos tiene ocupados o esclavizados hasta ese momento. Es lo que hace Leví. Se pega a Jesús. El grado de esa adhesión se nos muestra en el hecho de que “ofreció en su honor un gran banquete en su casa”. La gran decisión de seguir a Jesús, al sentir que Él lo había mirado y lo había invitado a seguirlo, produce una alegría desbordante que se traduce en un banquete. No parece lo más cuaresmal, pero tiene su sentido. Es la alegría de saberse escogido por Jesús.
Nosotros también hemos sido elegidos por Él. Detenernos en la mirada que el Señor nos dirige a cada uno de nosotros es esencial. Porque entonces no partimos de cero, no nos apoyamos en nuestro esfuerzo ni en lo que nos imaginamos vamos a encontrar, sino que tenemos en la mirada del Señor un punto de arranque. Jesús me mira y me ve tal como soy. Es evidente que Leví seguía siendo consciente de sus deficiencias, porque a su mesa se sientan sus amigos publicanos y pecadores, pero también lo es que aquella mirada le descubrió todo el bien que le era prometido. Jesús le descubrió la capacidad para el bien que había en su interior y él, inmediatamente y con alegría, le siguió.
Que la Virgen María nos ayude a caer en la cuenta de cómo Jesús nos mira y nos descubre la altísima vocación a la que hemos sido llamados para que nazca en nosotros el deseo de seguirlo.
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