Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian…” Este lenguaje debió dejar desconcertado al auditorio de Jesús y no es para menos. A nosotros nos sucede lo mismo. Cada poco nos sorprendemos razonando justo de forma contraria a como nos pide el Señor. Decimos: “¿por qué voy a ayudar a ese después de lo que me ha hecho?”, y cosas semejantes. Como decía Lewis “Todos dicen que el perdón es una idea maravillosa, hasta que tienen algo que perdonar”. Pero, si lo pensamos un poco, lo razonable es lo que dice Jesús. Otra cosa es que no sepamos como hacerlo y que el deseo sobrepase nuestras fuerzas. Podemos sentirnos incapaces, pero no negar la bondad de lo que Jesús nos enseña.

El beato Carlos de Foucauld, misionero ermitaño en medio de los tuareg, se planteaba como evangelizar aquellas tribus nómadas que profesaban el Islam. Tras varios fracasos pensaba que la mejor manera sería llevar al desierto familias cristianas. No pensaba en sacerdotes ni religiosos, sino en laicos, que desempeñaran su oficio y que movieran el corazón de los habitantes de la región por sus virtudes. Pensaba que aquella sería la mejor ofensiva evangelizadora: la del ejemplo.

Si ahondamos en el texto que hoy nos propone la Iglesia para nuestra meditación descubrimos que todo lo que Jesús nos pide, más allá de su exigencia, corresponde al comportamiento de Dios. De hecho Jesús está definiendo al que se ha configurado con Él. Así actúa el que siente según el Corazón de Jesús. Por eso Jesús vincula ese comportamiento con ser “hijos del Altísimo” o con la forma de actuar propia del Padre.

Todo esto nos lleva a querer entrar en el corazón del Padre. A Él está unido el del Hijo y, a través suyo, podemos acceder todos nosotros. No estamos llamados a ser meras criaturas del Señor, sino sus colaboradores en el mundo. Dios nos abre su corazón para que nos unamos a Él y así podamos comportarnos como Él se comporta. La filiación divina que se nos da por la gracia nos capacita para ello. Se equivocaría el cristiano que pusiera un límite a su santidad. No podemos acotar la gracia que Dios nos da sino que debemos estar abiertos a todas sus potencialidades. Cuando Jesús habla, en este discurso, vincula la acción moral a nuestra unión con el Padre. No nos coloca una exigencia sostenida en nuestras solas fuerzas. Al contrario, nos pone un límite que congruente con nuestra divinización.

Las palabras del Señor serían tremendas, quedarían como un imposible, si no conociéramos la realidad de la gracia. En el reverso de lo que se nos pide está el hecho aún más grande de lo que se nos da. A ello se refiere san Pablo al contraponer el hombre terreno al celestial. Por ello la moral cristiana no es más que la efusión de la vida nueva que Dios nos da.

Dios hace salir el sol sobre buenos y malos. Su misericordia se extiende sobre todos los hombres. Los rayos de su amor caen cada día sobre nosotros. De ahí la esperanza con que acogemos esa llamada a ser perfectos como nuestro Padre celestial.

Que la Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros para que sepamos aprovechar las gracias que Dios nos ofrece durante esta Cuaresma.