Recuerdo que en el cole, de pequeños, siempre coincidía con mis amigas en que el acusica de clase era insoportable. Nos caía fatal, porque no pasaba ni una a nadie y era el encargado de recordar a la profe todas las comas de las normas del cole, para que nadie se las saltara. Era la manera más clásica de ganarse la confianza de la profe, para que le encargara siempre a él las tareas de responsabilidad sobre los demás de la clase y ganarse así la imagen de ser el mejor, el preferido, el más listo, el más responsable, etc. Eso sí, cuando podía, fuera ya del patio o de los pasillos del cole, las hacía más gordas que muchos de su misma clase juntos.
Es decir, que eso de medir con el listón del fariseo no es de ahora, y ni siquiera lo inventaron los propios fariseos. Porque lo del chismorreo, la crítica, los dimes y diretes, y ese trajín de chismes con los que convivimos en el día a día nos hacen creer que nosotros somos la medida de las cosas y el criterio que los demás deberían seguir en todo. Y claro que hacemos propósito de no volver a caer y de mordernos la lengua antes de pasar a los demás por nuestro rasero, pero es que no hay manera. Y da igual que sean en los pasillos de la oficina, de la escalera de vecinos, de la sacristía, del mercado o del metro: eso de juzgar a los demás lo llevamos en la sangre.
El Señor nos da una lección de misericordia perdonando a la adúltera y poniendo a los fariseos en ocasión de reconocer su propia condición de pecadores. A estos no pudo perdonarles, a pesar de que, en nombre de la Ley y de Yahvé, escondían entre los pliegues de sus llamativos mantos numerosas injusticias y pecados que revestían de aparente y ejemplar virtud ante los demás. A la adúltera, en cambio, pudo perdonarla y volcar en ella toda su misericordia, porque reconoció a los pies del Señor que aquello que decían los fariseos era verdad. Pero, no es propia del Señor esa falsa misericordia empalagosa y sensiblera, sentimental y abobada, que se confunde con la compasión y que convierte eso de “acoger a todos” en espuma de un momento. A la adúltera le regala el Señor su perdón, que ya es un don grande. Pero, al Señor le preocupa sobre todo sanar de raíz a la persona; por eso después de la acogida y del perdón, el Señor invita a aquella mujer a iniciar un camino de conversión: “Anda, y en adelante no peques más». Porque, ¿de qué serviría acoger, consolar, dar de comer al hambriento, escuchar, acompañar, etc. Si todo eso no mueve a nadie a una mayor conversión de vida? ¿Podemos contentarnos con repartir sentimiento y compasión a todos, en nombre de la misericordia cristiana, sin suscitar en ellos el deseo de un cambio de vida y acompañar su camino de conversión?
El que se dedica a juzgar a los demás, sin ver la viga que lleva encima de sus ojos, no sabe perdonar porque no ha tenido la experiencia profunda y radical de sentirse perdonado. Y no digo que no se confiese, no, que seguro que también se confiesa de sus pecados. Digo que no ha tenido experiencia del perdón de Dios, a pesar de que se haya confesado muchas veces, y rece mucho, y vaya a Misa, etc., etc. Somos duros con las limitaciones y pecados de los demás para no ver los nuestros, o disfrazarlos de una aparente virtud que, en el fondo, no atrae a nadie, ni siquiera al que la practica. ¡Cuánto hay que aprender de esta mujer! Con su ejemplo ella nos enseña a ponernos en la actitud adecuada para contemplar los misterios santos que esta Semana Santa que ya se acerca.