En la relación de apariciones del Señor que vienen hoy en el Evangelio, hay una que siempre se nos escapa en el recuento. Jesús se aparece a los Once cuando están a la mesa, y les echa en cara su incredulidad y dureza de corazón. Aquel reproche no debía sonarles nuevo a los apóstoles, porque bastante aguante tuvo el Señor durante la vida pública ante el lote de egoísmos e inmadureces de los suyos. Por ejemplo, que el Señor se decidiera un día abrir su corazón y se pusiera a contarles que lo iban a atrapar, escupir, escarnecer, crucificar, etc., y que a ellos les diera por saber dónde iban a estar situados en el Reino, es para haberles dejado plantados en el mismo camino hacia Jerusalén.
Lo más interesante del Evangelio es que los autores inspirados no escatiman información sobre su incomprensión de la figura del Maestro: Pedro no se deja lavar los pies, el Señor le advierte que lo negará tres veces, los discípulos creen que la multiplicación de los panes es el principio de la instauración de un Reino terrenal, en un momento le llegan a decir “no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?”. No se enteran. Y ahora, cuando el Señor muestra a las claras quién es, los que él nombró con mimo después de una noche entera de oración se cierran en banda.
Era un momento crucial, porque si los Once no hubieran llegado a confiar en el valor del testimonio, la Iglesia naciente se hubiera roto. La dureza de corazón de la que se nos habla en el Evangelio, es una imagen poética de un sentimiento que todos hemos experimentado alguna vez, en el que la sospecha vence a la confianza. El niño carece de ese problema, porque sabe que el amor gana su total confianza. Ese es justo el mensaje que el Señor escribía entre líneas durante su vida pública: “os quiero con toda mi alma, fiaos de mí”.
Visto con cierta distancia, asusta ver la capacidad del corazón humano para ser refractario a Dios. En ningún credo religioso se observa tamaña osadía por parte del hombre. No existe en la fe cristiana un corazón sumiso, sino vencido por amor, y en esta guerra amorosa se la juega Dios por conquistarnos terreno.