Antiguamente, era costumbre que las bodas duraran varios días de festejos, en los que familiares y amigos de los novios comían y banqueteaban con abundancia, como señal de fiesta y de alegría. Todavía hoy, en muchos sitios, se celebra la pre-boda, la boda y la re-boda, con un gran despliegue de manjares, que hacen la boca agua a cualquiera. Esta sobreabundancia material tiene, sin embargo, un sentido más profundo: todo parece poco para expresar la alegría del amor que rebosan los novios, y todo parece aún más poco al lado de la sobreabundancia del amor que Dios derrama a través del sacramento del matrimonio. Por eso, esa sobreabundancia de amor se celebra también con ese signo externo y material –pero muy suculento– del banquete. El problema viene cuando se prepara con exceso de superficiliadad el banquete de bodas, sin que tenga sentido ni valor la ceremonia religiosa y sin que en él sepamos ver ese otro sentido más profundo. Y nos preocupa tanto el menú, el restaurante y los canapés del aperitivo que ni se nos pasa por la cabeza pensar que el banquete, en origen, tuvo también su significado religioso: se vivía como signo de ese otro banquete del Reino, que Jesús en el Evangelio asemeja tantas veces a la celebración de unas bodas eternas.

Esto no lo podían entender los judíos de la época, tan preocupados por cumplir con el precepto del ayuno en los días marcados por el calendario litúrgico propio de la Ley. Como tampoco podían entender que el Señor estaba entre ellos como el novio está entre sus amigos e invitados al banquete de bodas. Ellos eran los amigos del novio, pero, sin embargo, aquellos fariseos tozudos y miopes ni veían en Cristo a un amigo y, ni mucho menos, un novio celebrando sus bodas con cada uno de los hombres. Por eso, daban más sentido al cumplimiento del ayuno ritual que al descubrimiento de una sobreabundancia de amor, que se les hacía presente en la humanidad de Cristo y que no eran capaces de ver.

Nos cuesta entender que el Señor no viene a hacer del cristianismo un cúmulo de cumplimientos y un fardo pesado, como el que los fariseos habían echado sobre los hombros de tantos judíos. Nos cuesta descubrir que el Señor viene a entregarnos esa sobreabundancia de amor que rebosa en su corazón, como la que rebosa también en el corazón de los novios que celebran sus bodas. El Señor quiere para nosotros una relación cercana e íntima, como la que une a los novios en sus bodas. ¿Quién se imagina un matrimonio reducido a meros cumplimientos? Pues tampoco podemos imaginarnos un cristianismo vivido a palo seco, que no llegue a descubrir los tesoros que encierra ese Corazón de esposo que es Cristo. Sería una pena que pasáramos nuestros años muy dedicados a cumplir los preceptos, a participar en los sacramentos, a rezar nuestras devociones particulares, etc., y no llegáramos a saborear la intimidad que el Esposo quiere hacer gustar a sus amigos, los más íntimos. Muchos hay que, a pesar de las apariencias, viven su cristianismo como un pin que adorna su chaqueta, o una tarea más que hay que resolver los domingos de doce a una. Solo el amor, ese que el Señor derrama con sobreabundancia a través del Espíritu Santo, puede hacer nuevos los odres y el mando de nuestra vida. Pidámosle al Esposo, como amigos, que nos conceda ese regalo de bodas.