Ojo, que escuchas atentamente el Evangelio de hoy y te puede venir la tontería de creerte un superhéroe cuya fuerza nace exclusivamente de ti, y que cuanto tocas lo conviertes, como el rey Midas, en oro puro. Escuchas que eres la sal de la tierra y te dices, «es que soy así, no lo puedo evitar, voy sazonando el mundo con la verdad«. Esa chulería no te sienta nada bien, porque te separa de los demás por arrogancia y además por la falsedad de lo que crees. Si eres la sal de la tierra es por tu bautismo, no por tus cualidades, ¿sabes?, aquel día no te enteraste porque eras un bebé, bastante hacías con chillar y comer. Pero en aquel momento, cuya partida deberías tener enmarcada sobre el cabecera de tu cama, tus padres te hicieron el gran regalo de la dulce invasión de Dios en tu vida. De esa presencia interior, «más íntima que tu propia mismidad«, nace tu personalidad espiritual y la sal con la que estás dispuesto a sazonar el mundo entero.
Sí, dan ganas de sazonar este mundo con el calor de Nuestro Señor. A la vieja Europa, que después de la Segunda Guerra Mundial había ido construyendo su puzzle, le está llegando el momento de volver a desordenar sus piezas, acontecimiento que había previsto el San Juan Pablo II: del nacionalismo y de la ausencia de vertebración cristiana, el continente no se reconocerá y sólo quedará una estructura individualista dispuesta a rebañar el dinero propio, cada uno atendiendo a su negocio. Y la sal de la tierra es que la vocación política vuelve a servir al bien común.
Pero en tu trabajo ordinario puedes ser la sal de la tierra, porque tu cometido no es cumplir, sino vivir el trabajo con la misma pasión de Dios en el proceso de la creación del Universo. Y sazonas también el hogar de casa, no te contentas con preparar a tus hijos para el futuro laboral, sino para darles claves de advertir la presencia de Dios en la vida ordinaria.
Y tú como sacerdote no buscas facilitar cuatro palabras de cariño a los que acuden a ti, sino ofrecer la palabra del Señor. Contaba el entonces cardenal Ratzinger a un grupo de seminaristas, que en un campo ruso de prisioneros de guerra, un clérigo no católico se acercó a un sacerdote católico para confesarse, «¿y por qué?«, y el otro le respondió, «porque no necesito consuelo, sino absolución». Es la palabra salvadora del Señor la que salva, no nuestros fáciles consuelos.
Piensa por tanto que ser la sal de la tierra es una nueva identidad que te ha sido regalada, no un logro personal.