En pleno tiempo cuaresmal las lecturas de este domingo suponen como un pequeño descanso. Es un remanso que se nos ofrece para animarnos en el camino cuaresmal. De alguna manera se nos dice que el final ya está cerca y que, por ello, no hay que desfallecer. Lo que Jesús hizo con sus apóstoles lo hace también con nosotros. Cuando subimos una montaña, de vez en cuando, nos gusta pararnos y mirar lo que ya hemos recorrido y contemplar la cima que anhelamos alcanzar. Nuestra vista se dirige hacia lo alto para calcular lo que queda. Se descansa un poco, se toman fuerzas pero, sobretodo, se percibe el itinerario realizado y lo que aún nos queda. Al mirar atrás sentimos la alegría de lo recorrido. Al contemplar la cima que debemos atacar nos persuadimos de que aún no está hecho todo.

Las tres lecturas tienen una misma enseñanza: invitan a la esperanza. Dios manda a Abrán que salga de su tierra y lo hace añadiendo una promesa: “haré de ti un gran pueblo, te bendeciré”. Pero no le quita a Abrán el camino que tiene por delante ni tampoco el hecho de tener que abandonar su país, donde se encuentra cómodo (como los apóstoles en lo alto del Tabor). A su vez, san Pablo, anima a Timoteo para que tome “parte en los duros trabajos del evangelio”. Y le recuerda la promesa de la gracia que Dios nos otorga por medio de Jesucristo. Se unen las dos realidades: la entrega y la confianza en el amor de Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo.

Meditando estas lecturas caigo en la cuenta de que en nuestra vida, individual y comunitaria, hay muchos remansos como el de la transfiguración. Las almas reciben consuelos y los que trabajan en el apostolado pueden, de vez en cuando, saborear los resultados de su entrega. Bien digerido todo ello nos impulsa a seguir adelante. No se pueden hacer cabañas estables cuando se está de camino. Por eso hay que bajar del monte y volver al trabajo. En este caso se nos invita a no abandonar las prácticas cuaresmales.

Si pensamos en el antiguo Israel y en su travesía hacia la Tierra Prometida, que es imagen de nuestra Cuaresma, nos damos cuenta de que la penitencia, la soledad para buscar a Dios y el despojarnos de nosotros mismos y de lo que nos impide la santidad, es fatigoso y no está exento de muchas tentaciones. Quizás una de los aspectos más pedagógicos de la Cuaresma sea su duración. Una espera prolongada, lo mismo que un ejercicio que se alarga en el tiempo, indica fidelidad y es señal de verdadera esperanza. Hay personas capaces de un gran sacrificio un día. Esporádicamente podemos quedarnos sin comer o hacer una gran limosna. Pero perseverar cada día en un propósito, que además es respuesta a una llamada a la conversión, resulta mucho más complicado. El Señor lo sabe y no deja de otorgarnos pequeños consuelos para que no desfallezcamos. Hay que saber reconocerlos. Son como esos momentos de avituallamiento que vemos en las vueltas ciclistas. Pequeños oasis en el desierto. Dios también lo quiere así porque no es un camino que nosotros hacemos solos sino que, en todo, vamos con Él. Las palabras que el Padre dirige a los apóstoles, nos animan en el camino. Es a Jesús, el Hijo predilecto, a quien hemos de escuchar. Y no podemos dejar de hacerlo con el consuelo de saber que, por Jesucristo, nosotros también podemos llamar a Dios: “Padre”.