Comentario Pastoral

NO «ENCIELAR» A CRISTO

Los altibajos, tan de moda hoy, no solamente pueden ser psíquicos o sociológicos sino espirituales. Hay momentos alternativos en que los pies se sienten muy hondos por el suelo y el alma muy alta por el cielo, como diría Juan Ramón Jiménez. La verdad es que cuando se tiene conciencia de que estamos “bajos”, entonces se puede “subir” y ascender.

La Iglesia celebra hoy el misterio, no el simple hecho, de la Ascensión del Señor. Porque Cristo bajó a la realidad de nuestro mundo, a la verdad de la carne humana, al dolor de la muerte, por eso Cristo subió por la resurrección a la gloria del Padre, llevando cautivos y comunicando sus dones a los hombres.

El misterio de la Ascensión no es simple afirmación de un desplazamiento local, sino creer que Cristo ha alcanzado la plenitud en poder y gloria, junto al Padre. La Ascensión es la total exaltación.

Esta solemnidad es día propicio para meditar en el cielo, como morada, como presencia de Dios. Frente a definiciones complicadas hoy brota casi espontánea la afirmación de que el cielo es presencia y el infierno ausencia de Dios.

¿Cómo el hombre puede vivir en presencia de Dios y tener experiencia celeste durante su paso por la tierra? En el evangelio encontramos la respuesta contundente: «guardando las palabras del Señor, amando».

Por eso hay que evitar el peligro de «encielar» a Cristo, de llevarlo arriba desconectando de lo que pasa aquí abajo, de desterrarlo y perderlo. Quizás para algunos es más tranquilizante dejar a Cristo en el cielo para así poder vivir menos exigentemente en la tierra. Piénsese que de la misma manera que la encarnación no supuso abandono del Padre, la ascensión no es separación y abandono de los hombres. A Cristo se le encuentra presente en la plegaria y en la acción, en los sacramentos y en los hermanos, en todos los lugares en que su gracia trabaja, libera y une.

No os quedéis mirando al cielo, sino extendiendo su reino y su presencia, acabando su obra de aquí abajo, es el mensaje de los ángeles de la ascensión.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 1, 1 – 11 Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9
san Pablo a los Efesios 1, 17-23 san Mateo 28, 16-20

de la Palabra a la Vida

Con una gran solemnidad, como es propio de un momento de gran importancia para la primera comunidad, Mateo relata en su evangelio la despedida de Jesús y sus discípulos: es el momento de entrega de su testamento, con palabras tan fuertes («pleno poder») que los discípulos no pueden sino postrarse y adorar. Es el Kyrios, el Señor, aquel que después de haber realizado su misión entre los hombres encomienda la que será propia de los suyos, dar a conocer a Cristo, muerto y resucitado.

Esta solemne entrega se cierra con palabras que no son extrañas para lo que venimos escuchando en cada domingo de Pascua: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». El Señor se va a quedar con su Iglesia, se quedará de una forma nueva, sacramental, pero no dejará de acompañar a los suyos.

La solemnidad de la Ascensión es un momento de triunfo, de gran gloria, que hace referencia al éxito de la misión de Cristo y a su reinado y superioridad sobre todo lo que existe. No solamente ha vencido, sino que sigue con nosotros.

Pero, como el evangelio de Mateo no relata propiamente la ascensión del Señor, esta la encontramos como relato en la primera lectura, en Hechos. Son también, últimas instrucciones, movido por el Espíritu Santo que será el que dé vida a los suyos, el que los guíe en su tarea de evangelización. Aquellos que lo acompañaron por los caminos, que contemplaron su Pasión y lo encontraron vivo en la Pascua, ahora lo despiden para la gloria. Ellos son los testigos de todo ese camino.

La segunda lectura bien merece que nos paremos a reflexionar sobre aquello que presenta. Quizás sea también lo más propio de este día: la reflexión sobre lo sucedido. El Resucitado se sienta a la derecha del Padre, comparte su gloria, pues ha llevado a cabo el plan fruto de la sabiduría del Padre. Y no solamente disfruta Él de esa posición de justicia, sino que «lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos»: he aquí una declaración sorprendente del apóstol. En la Iglesia se realiza la plenitud de Cristo, que no significa que a Él le falte algún tipo de perfeccionamiento, sino que ella se verifica en la actividad de Dios, le da continuidad y visibilidad. La Iglesia será, entonces, lugar privilegiado de la actividad de Dios y de su Cristo. Más aún: he ahí nuestra esperanza. Sí, porque todo lo que pertenece a Cristo, lo que a Él le ha sido entregado al ascender al cielo, pertenece también a su Cuerpo, a la Iglesia. Por eso, al contemplar hoy a Cristo victorioso podemos contemplar la herencia que nos espera y que nos va siendo entregada como gracia que nos transforma. Verdaderamente, Cristo no se ha desentendido de la Iglesia, sino que ahora asegura la entrega para ella del Don más valioso, el Defensor, regalo prometido que no se marchita.

La Ascensión del Señor supone el fin de un camino que comenzó con el abajamiento del Verbo, camino realizado para nuestra salvación y que se completa con el Don del Espíritu. Ahora, un hombre, uno como nosotros, se sienta a la derecha de Dios y recibe todo su poder, poder que ejercerá para derramar el Don del Espíritu sobre todos nosotros. Un hombre con Dios, todos nosotros con Él. El sueño de generaciones, de civilizaciones enteras, ha comenzado a cumplirse. Somos ahora los creyentes los que no podemos olvidar que, aunque no lo veamos, no se ha desentendido, sino que nos da la herencia que ha recibido para nosotros.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


De la oración litúrgica a la oración personal…
El prefacio de la fiesta de la Visitación de la Virgen María (31 de mayo)

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Que por las palabras proféticas de Isabel,
movida por el Espíritu Santo,
nos manifiestas la grandeza
de la Virgen santa María.
Porque ella, por su fe en la salvación prometida,
es saludada como dichosa,
y por su actitud de servicio
es reconocida como Madre del Señor
por la madre del que le iba a preceder.
Por eso, unidos con alegría
al cántico de la Madre de Dios,
proclamamos tu grandeza,
cantando con los ángeles y los santos:
Santo, Santo, Santo…

 

Para la Semana

Lunes 29:

Hechos 19,1 8. ¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?

Sal 67. Reyes de la tierra, cantad a Dios.

Juan 16.29 33. Tened valor; yo he vencido al mundo.
Martes 30:

Hechos 20,17 27. Completo mi carrera, y cumplo el encargo que me dio el Señor Jesús.

Sal 67. Reyes de la tierra, cantad a Dios

Juan 17,1 lla. Padre, glorifica a tu Hijo.
Miércoles 31:
Visitación de la Bienaventurada Virgen María. Fiesta.

Rom 12,9-16b. Compartid las necesidades de los santos: practicad la hospitalidad.

Salmo: Is 12,2-6. Es grande en medio de ti el Santo de Israel.

Lc 1,39-56. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Jueves 1:

San Justino, mártir. Memoria.

Hechos 22,30; 23,6 11. Tienes que dar testimonio en Roma.

Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Juan 17,20 26. Que sean completamente uno.
Viernes 2:

Hechos 25,13 21. Un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo.

Sal 102. El Señor puso en el cielo su trono.

Juan 21,15-19. Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.
Sábado 3:

San Carlos Luanga y compañeros, mártires. Memoria.

Hechos 28,16-20.30-31. Permaneció en Roma, predicando el Reino de Dios.

Sal 10. Los buenos verán tu rostro, Señor.

Juan 21,20-25. Este es el discípulo que ha escrito esto, y su testimonio es verdadero.