¿Cuántas veces hemos tenido nosotros la actitud de los escribas y fariseos que nos relata hoy el Evangelio? Podemos decir que es una cosa normal; el mismo apóstol Tomás dijo “si no veo no creo”. Si esto fuese normal, ¿por qué se enoja Jesús?

La mayor parte de las veces, cuando nosotros pedimos un signo o un milagro lo hacemos “a la carta”, queremos que sea tal o cual cosa e incluso tratamos de “comerciar” con Dios. Pero Dios sabe muy bien qué hacer. Desde el comienzo de la Escritura no hay más que signos y prodigios de Dios; podemos decir que la Biblia es el libro que contiene las “obras maravillosas de Dios”. El primer gran Signo es la Creación y, el que da origen como tal al Pueblo de Israel, es la salida de Egipto con el paso del Mar Rojo. Y aun así el pueblo se empecinaba en mirar atrás. Ni siquiera los signos de Moisés ante el faraón fueron suficientes para que éste dejase marchar a los israelitas…

Los signos están ante nosotros, ante nuestros ojos, pero nosotros nos empeñamos en no ver. Dios actúa en la historia y esto es el mayor signo, el mayor de los milagros, pero los caminos de Dios no siempre son nuestros caminos; la actuación de Dios no es siempre la esperada. Tenemos que aprender a comprender a Dios, a descubrir el significado de su acción en la vida de los hombres y de nuestra vida. El signo del que habla Jesús en el Evangelio, el del profeta Jonás, es el mayor de los milagros, su Muerte y Resurrección; no hay nada más sorprendente y redentor… ¡pero tantas veces esperamos otra cosa!