Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo fue uno de los Apóstoles más cercano al Señor. De hecho lo encontramos junto con Pedro y su hermano Juan en el episodio de la Transfiguración y en la Oración en el huerto de Getsemaní. Según la Tradición, fue el evangelizador de España y por esto lo tenemos como Patrón. En él se cumplen las palabras de Pablo que escuchamos en la Segunda Lectura, en la Segunda Carta a los Corintios: “el tesoro del ministerio lo llevamos en vasijas de barro”. Un simple pescador de Galilea, probablemente iletrado, se convierte en apóstol que llega hasta el “fin de la tierra” y en el primero de los Doce en dar la vida por el Señor. No le detuvo su pequeñez, su incultura, su incapacidad, más aun, esto se convirtió en su fuerza porque de este modo se manifestó “que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”.

Las palabras proféticas de Jesús en el Evangelio que responden a la petición de la madre de Santiago se cumplieron con creces: Santiago bebió el Cáliz del Señor, dio la vida por Él, compartió sus padecimientos, fue entregado a la muerte, y por esto venció, la “vida del Señor se manifestó en su carne mortal”.

Todos, pequeños y grandes, doctos e incultos, estamos llamados a esto. Desde el Bautismo somos marcados, incorporados a la muerte de Cristo, para que en nuestra vida se manifieste su victoria. A unos, como a Santiago, el Señor los llama para que gasten su existencia en el trabajo Evangélico activo, a otros para que en su actuar cotidiano sean testigos de la Salvación de Dios. Es cierto que no es fácil, que nos atacan por todos los lados, que estamos acosados, en ocasiones apurados, que nos derriban una y otra vez, pero no nos aplastan, no desesperamos, no nos rematan porque, como Santiago, en todo esto vencemos por Aquel que nos ha amado.