En la doctrina católica el Antiguo Testamento se lee a la luz de la Revelación de Jesucristo, es decir, a la luz del Nuevo Testamento. Cuando nos encontramos unas lecturas como las que nos propone hoy la Liturgia podemos pensar que existe cierta contradicción, o más bien, que se nos proponen dos caminos diversos: o cumplir los mandamientos que se entregaron a Moisés en el Libro del Éxodo o aceptar la propuesta del Jesús en el Evangelio. No se trata de una cosa o de la otra, si no de las dos. Tenemos que entender el cumplimento de los mandamientos en la dinámica del seguimiento que nos propone Jesús.
Cumplir la ley mosaica podríamos decir que es el mejor modo de preparar la tierra para que la semilla de la Palabra de Dios dé fruto; pensar así, sería en el fondo pensar que existe una división entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Cumplir los mandamientos, tal y como los presenta el Libro del Éxodo, no es diferente del seguimiento que nos propone Jesús, porque la Ley propone una relación con Dios: “Yo soy el Señor, tu Dios” comienza diciendo el Éxodo. En el Antiguo Testamento la relación que Yahweh propone al hombre se hace a través de signos; en el Nuevo Testamento la relación con Dios pasa a través de Jesucristo. Por eso el cumplimiento de los mandamientos es ya parte del fruto que produce la Palabra de Dios sembrada en nuestro corazón, pero esto es sólo un pequeño porcentaje del fruto; estamos llamados a dar el ciento por ciento, a amar incluso a los enemigos, y esto sólo es posible si nos hacemos verdaderos discípulos de Jesús dejando que Él sea todo. Más aún, siguiendo a Jesús daremos un fruto del ciento por uno.
Creo que hay bastante rechazo en general, a todo cuanto indique tradicción, tiempos pasados, los usos y costumbres obsoletas.
Lo nuevo y lo viejo no parecen «casar» bien. Sin embargo, la Sabiduría del corazón nos dice que no todo lo antiguo ha estado marcado por el mal, ni lo nuevo de ahora es algo que prometa la felicidad. ¿Qué quiere esto decir? Los acontecimientos del pasado, han ido echando raíces, nos han dado grandes lecciones que hoy debemos considerar, ya que nos ayudan a rectificar y no caer en los mismos desaciertos, errores.
También los tiempos pasados nos han dejado una rica herencia de valores, cuyas raíces son hoy los pilares de la sociedad.
Los Mandamientos son, como la guía didáctica que todo hombre y mujer han de tener presente a la hora de conformar sus obras y actitudes a la voluntad de Dios.
Son como «afluentes» del mismo manantial, que han de conducir nuestra vida, hacia ese inmenso y profundo mar, lleno de amor.
Los mandamientos no han de cumplirse bajo la norma, el rito de lo establecido y conveniente. Tienen un denominador, cuya finalidad alcanza el querer y la voluntad de Dios.
En el camino del creyente, los Mandamientos son «faros» de luz en medio de tantas opacidades y ambigüedad. Es muy posible que cada persona entienda de forma diversa, la aplicación en su vida de los mandamientos. Cuando se dice: ni mató, ni robó, ni soy impuro ni fornico, no debemos pensar que todo termina en esa actitud fidedigna y rigorista que me exime tal vez del sentimiento de culpa y, sin embargo, con un gran vacío de Amor y Verdad.
Jesús, da pleno cumplimiento a los mandamientos de Dios, y les otorga su verdadero sentido, a través del Mandamiento nuevo de Amor. Todo recobra sentido y profundidad, nada se queda en el precepto y la norma.
Quien ama es libre, no sufre de prejuicios, miedos, ni conoce la envidia, su vida está llena de luz y verdad, aún en medio de las contrariedades y limitaciones.
Entonces, el haz esto o lo otro, no es un simple «despachar» al otro, el problema o asunto, sino, el sentir profundo del Amor que me habita, me lleva a querer la voluntad de Dios, hacer el bien.
Es lo que Jesús hizo y enseñó durante toda su vida:
AMAR SIN MEDIDA.
Miren Josune