Isaías 42, 1-4. 6-7
Sal 28, 1 a y 2. 3ac-4. 3b y 9 b- 10
Hechos de los apóstoles 10, 34-38
san Marcos 1, 7-11
“Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones”. El Antiguo Testamento es una forma espléndida de entender cómo Dios ha ido configurando sus planes sobre los hombres. Los profetas, en concreto, nos resultan casi siempre personajes entrañables porque tienen idénticos sentimientos a los nuestros; se quejan a Dios por las incomprensiones recibidas, lloran, se enfadan, tienen sus arrebatos de ira… pero lo que más sorprende es que, al final, ponen por obra la misión que Dios les encomienda a pesar de tantas dificultades.
Isaías es considerado uno de los grandes profetas del pueblo de Israel. Y los relatos del siervo de Yahvé, en donde se anticipa la figura del Mesías, son particularmente bellos. Los hebreos esperaban a ese enviado de Dios con verdadera ansia, pero en las profecías de Isaías se entrecruzan los poderes recibidos por el Ungido junto con los sufrimientos y padecimientos a los que será sometido. Esto último no sería reconocido por la mayoría, pues muchos deseaban un nuevo David que con su fuerza y espíritu guerrero impusiera la ley y el orden ante todas las naciones. La mansedumbre de Jesús y, sobre todo, su enfrentamiento a la hipocresía de los fariseos serán entendidos como un desafío a la estirpe sacerdotal y a todo Israel.
“Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea”. San Juan Bautista será el gran profeta del Nuevo Testamento, su misión era preparar a aquellos que estuvieran dispuestos la llegada inmediata del Mesías. La llamada a la conversión y el bautismo a los que invitaba a todos, suponía tener el corazón encendido para una acogida sincera y humilde de algo que no era precisamente lo deseado por muchos. De hecho, sabemos cómo acabó Juan: decapitado por el capricho de una mujer. Sin embargo, aunque breves fueron los días del Bautista, no por ello se empequeñece su figura; el mismo Jesús dirá de él que no ha existido alguien nacido de mujer tan grande. Y es que la humildad, que también se manifiesta en saber apartarse a tiempo (“detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias”), sólo se encuentra en personas magnánimas; almas grandes que no esperan el reconocimiento del mundo, sino que su única justicia es el cumplimiento de la voluntad de Dios hasta, incluso, dar la propia vida.
“Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. Termina el tiempo de Navidad, pero continúa la acción del Espíritu Santo. Dejamos atrás los días entrañables del Niño en el Pesebre, del cuidado de María y José, de las ofrendas de los pastores y los Magos de Oriente. Jesús se manifiesta al mundo, y lo hace ahora, una vez rasgado el cielo por la voz de Dios, con su predicación y con su vida. Hay tanto que aprender que, a pesar de transcurridos más de veinte siglos, la novedad de Cristo en nuestra vida debe seguir siendo algo que nos ha de sorprender todos los días. Pero no lo veamos del lado exclusivamente humano, porque en Cristo también se une la divinidad, y eso es lo que nos garantiza sabernos, además de queridos, salvados. Somos hijos en el Hijo, dirá San Pablo; así pues, cada uno de nosotros también goza de esa predilección del Padre: “Nada te turbe, nada te espante… ¡sólo Dios basta!”.