Sábado 20-1-2018 (Mc 3,20-21)

 

«Jesús fue a casa con sus discípulos». Por lo general, en las páginas del Evangelio estamos acostumbrados a los hechos extraordinarios en la vida de Jesús. Parecería que transcurre de milagro en milagro, de sermón en sermón, siempre entre multitudes. Sin embargo, el Señor también trataría de llevar una vida escondida y ordinaria, en convivencia con sus más allegados e íntimos discípulos. Por eso, en algunas ocasiones nos indican los evangelistas que se retiraba a un lugar privado o solitario para descansar con sus amigos e instruirles de forma más directa. Allí hablaban de lo que les había sucedido en el día, le preguntaban lo que no entendían de su predicación y reponían fuerzas para continuar con el ajetreo de la misión. Igualmente, el Señor quiere descansar a solas con nosotros todos los días, en la oración que hagamos cada jornada. Esta oración no es sino nuestro momento de intimidad y amistad con Jesús, nuestro rato de conversación privada y personal con Él. Así la definía santa Teresa de Jesús: «tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama».

 

«Se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer». A pesar de que Jesús, como hombre, necesitaba descansar con sus amigos, las multitudes no le dejaban ni un segundo de reposo. En el lugar donde estuviera Él, allí se reunían los lisiados, cojos, endemoniados, leprosos, pobres… para presentarle sus enfermedades y ser curados por Él. Llegó a tal extremo que Jesús no podía ni entrar abiertamente en la más pequeña aldea sin ser reconocido y asediado por una muchedumbre inmensa de necesitados. Así lo describe un Padre de la Iglesia: «¡Bienaventurada muchedumbre, para quien tanto importaba alcanzar la salvación, que ni al Autor de ella ni a los que con Él estaban dejaban ni una hora libre para comer!». Verdaderamente, Cristo no tenía ni un minuto para sí. Así enseñó a sus discípulos -y también a nosotros- con el ejemplo a gastarse y desgastarse por los demás. Para Él, las necesidades de los otros, por materiales e insignificantes que pareciesen, estaban por encima de las suyas propias. Cuánto debemos contemplar nosotros esta escena de un Jesús que no tiene tiempo ni para comer porque no está dispuesto a dejar de dispensar la misericordia divina a todo aquel que se la pide. Cómo tenemos que dejarnos empapar de este radical olvido de sí y de este prejuicio psicológico de pensar siempre primero en los demás. Así, nuestra oración se transformará en acción; y nuestra acción, en oración.

 

«Al enterarse su familia, venían a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales». La reacción de la familia de Jesús es perfectamente comprensible: en unos pocos meses, su pariente había revolucionado la tranquila Galilea y sus alrededores. Había obrado signos increíbles, se había enemistado con los principales maestros fariseos de la región y llevaba una vida tal que no tenía tiempo ni para comer, dormir ni descansar. Es normal que los suyos pensaran que estaba loco o trastornado. No era fácil reconocer lo extraordinario de aquel hombre para ellos tan conocido y familiar. Ya lo advertirá el propio Jesús más adelante: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». Ahora bien, podemos preguntarnos ¿cómo reaccionaría María? Ante el extraño comportamiento de su hijo, la madre guardaría todo en su corazón y lo meditaría en su interior, esperando a comprender más tarde por la fe lo sucedido. De nuevo, la oración aparece como el centro y el alma de toda nuestra vida.