¡Que problema tenían los fariseos porque Jesús y sus discípulos participaban de banquetes y compartían momentos de fiesta! Se dedicaban a murmurar y a acusarles con el dedo de estar con los excluidos, con los pecadores, con los no-puros, como si Dios no quisiera saber nada de ellos. Ya Isaías reprende a esta clase de personas: Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía.

Seguimos el camino de esta Cuaresma con un nuevo aspecto que el evangelio nos apunta: la importancia de acercarnos a todos, especialmente a los alejados y a los pecadores, para suscitar su conversión. No como los «puros y perfectos» y ellos los «manchados e imperfectos». Sino, conscientes de que nosotros también somos pecadores, estamos enfermos del alma, pero hemos encontrado la liberación de nuestro pecado, la salvación en Jesucristo que nos ha elegido, que nos ha llamado, que nos perdona. Así lo experimentó Leví que nos dudó en dejarlo todo cuando Jesús se acercó y le llamó. Esta experiencia sanadora es tan gozosa y liberadora que ofreció en su honor un gran banquete.

La experiencia del encuentro con el Señor hace que nuestra vida pase de ser una carga o desenfreno o una lucha sinsentido o una existencia herida, a ser una bendición como señala la primera lectura. Muchos estábamos enfermos en nuestra vida, no físicamente, sino vitalmente. Y gracias a reconocernos necesitados de un médico, Jesús ha podido acercarse y sanarnos.

Aunque dejar de estar enfermo no es de la noche a la mañana. Es un proceso que requiere recorrer un camino de seguimiento, de confianza en el Señor. En ello estamos. Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad.

¿Y tú?