Viernes 6-4-2018, Octava de Pascua (Jn 21,1-14)

«Simón Pedro les dice: “Me voy a pescar”». A pesar de las noticas ciertas de la Resurrección, Simón Pedro y otros discípulos regresaron desde la ciudad de Jerusalén a su región natal, Galilea. Quizás la nostalgia por la vida pasada, o quizás una desconfianza en el poder del resucitado para cambiarles la vida, les hizo volver a su casa y a su profesión. Por eso, el comienzo del pasaje tiene un sabor amargo, de unos que intentan reconstruir un pasado que nunca ya más volverá. Contemplemos la escena como si fuéramos un personaje más de aquellos que una tarde después de la Pascua acompañaron a Pedro a pescar. Ahí está la casa de Simón, allí en la orilla las barcas que llevaban tres años sin navegar, a su lado las redes listas para la pesca, y al fondo el lago de Tiberíades. ¿No te recuerda a algo? Es exactamente la misma imagen que tres años antes, cuando los apóstoles se disponían a salir a faenar antes de ser llamados por Jesús a dejarlo todo y convertirse en pescadores de hombres. Fue ahí mismo, en esa misma orilla. Los discípulos creyeron poder comenzar de nuevo como si nada hubiera pasado en ese tiempo; pero ahora todo había cambiado.

«Jesús se presentó en la orilla y les dice: “Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis pescado”». Siempre he pensado que Jesús habría sido un magnífico director de cine. Él maneja la escena y los diálogos con una genial maestría. Jesús va a repetir, gesto a gesto y palabra a palabra, la misma secuencia de la pesca milagrosa al comienzo de su vida pública. Sin decirlo, conseguirá que sus discípulos reconozcan en Él al mismo que hace tres años les llamó y les hizo sus amigos y compañeros. Ellos quizá por un momento se habían olvidado de aquella primera hora, pero Jesús guardaba aquel encuentro con inmenso amor en su Corazón. Y así se lo va a hacer recordar. Juan, el discípulo amado, es el primero en descubrir a Jesús. Pedro, el impetuoso, no tarda mucho más y se lanza sin pensarlo a abrazar al Maestro. Ciertamente, poco les duró aquel desesperado intento de recuperar lo que habían vendido para conseguir el tesoro más grande de su vida. El Tesoro les salió al encuentro y les cautivó de nuevo el corazón.

«Niguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor». En nuestra vida de discípulos de Cristo, en muchas ocasiones tendremos la tentación de pensar que probablemente viviríamos mucho mejor si el Señor no se hubiera cruzado en nuestra vida. Es entonces cuando echamos la mirada atrás, a lo que dejamos, a nuestra vida pasada. Creemos que es posible dar marcha atrás y volver de nuevo allá como si nada hubiera sucedido. Nos pensamos, acaso con amargura y decepción, que nuestro tiempo de seguimiento de Cristo no ha merecido mucho la pena. Cuando estas sensaciones invadan nuestro corazón y nuestra mente, Jesús nos invita, como un gran director de cine, a recordar el primer amor, el primer encuentro, la primera llamada. Un cristiano debe tener una muy buena memoria. Porque entonces así descubriremos que nuestro corazón, en el fondo, una vez que ha conocido a Cristo ya no puede dejarle jamás.