Comentario Pastoral

PRUEBA DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

El evangelio de este tercer domingo de Pascua recoge una serie de pruebas concretas y sensibles con las que Jesucristo abre gradualmente la mente de los apóstoles a la inteligencia de las Escrituras de todo el misterio del Crucificado-resucitado. Instruídos en esta verdad y convencidos de la realidad objetiva de la resurrección, los discípulos de Jesús se convertirán en garantes y anunciadores de cuanto han visto y comprendido.

El evangelista San Juan nos ha transmitido una página ejemplar de las pruebas y signos concretos de la resurrección. Tal página compendia el significado y el alcance que Jesús ha querido dar a sus repetidas apariciones durante el espacio de tiempo que va desde la Pascua a la Ascensión. Estos cuarenta días son la presencia nueva del Eterno en nuestro tiempo caduco, días de plenitud en los que Jesús demuestra que el verdadero tiempo es el tiempo de la resurrección y de la vida, tiempo que da sentido completo a la historia personal y universal.

El texto evangélico de este domingo tiene dos partes bien diferenciadas: la primera está centrada en la incredulidad de los apóstoles ante el hecho de la resurrección; la segunda parte pone el énfasis en el valor salvífico de la Pascua de Jesús, ilustrada a la luz de la Sagrada Escritura.

Podemos situarnos, con los apóstoles, dentro del Cenáculo de Jerusalén, es de noche y finaliza una jornada tumultuosa y agitada por las noticias que se han producido respecto a un muerto que se aparece vivo. Los apóstoles, cansados y probados, tienen el ánimo muy susceptible. Mientras hablan de lo acontecido, Jesús se presenta en medio y les dice: «Paz a vosotros». El efecto de esta imprevista aparición produce en los apóstoles, miedo, sorpresa, turbación, incredulidad. Creen ver un fantasma o el espíritu de un muerto.

Al revelar esta reacción humana de los apóstoles, casi incapacitados para aceptar el hecho de la resurrección, San Lucas subraya la delicadeza del Resucitado frente a la incredulidad de sus discípulos. Jesús ofrece las pruebas más tangibles de la resurrección, para disipar cualquier duda o falsa ilusión. «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo».

Cristo resucitado no es puro espíritu ni mera apariencia evanescente. Tiene cuerpo físico vivo y palpable; es un ser real no imaginario, que ha pasado de la muerte a la vida por obra de Dios. Y al final da la prueba extrema de su corporeidad real: come un trozo de pez asado. Desde este momento los apóstoles se convierten en creyentes de la resurrección, en testimonios vivos del misterio pascual, en intérpretes cristológicos de toda la Biblia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 3, 13-15.17-19 Sal 4, 2. 7.9
san Juan 2, 1-5 san Lucas 24, 35-48

de la Palabra a la Vida

Como si de un tríptico se tratase, el evangelio de hoy vuelve a situarnos en la tarde de Pascua, en el momento en el que los dos de Emaús relatan su encuentro con el resucitado. En este tríptico encontramos en primer lugar un encuentro milagroso, el del Señor resucitado que aparece y come ante los discípulos. A continuación el Maestro explica las Escrituras para fortalecer en ellos la fe. En tercer lugar envía los discípulos: «vosotros sois testigos de esto».

El evangelio del tercer domingo de Pascua es siempre un relato de aparición del Señor. De hecho, a este domingo se le llama así, «domingo de las apariciones». En este ciclo B, es el encuentro de los discípulos con toda la comunidad, un encuentro en el que el Señor les enseña sus llagas y, a continuación, come del pescado asado que le dan. No hay duda, es Él mismo, pero ahora su cuerpo ha sido transfigurado totalmente. Para los discípulos, esto es fundamental, ellos no pueden albergar la más mínima duda de que han estado con el Señor vivo, con el Señor comiendo. La misión que van a empezar requiere una fe firme, una fe determinada. Una fe que no se quede tranquila con el hecho de haber visto, sino que busque crecer en el seno de la comunidad y con la palabra de su testimonio.

Después de lo que ven, los discípulos tienen que escuchar. Toda la revelación se ha producido así, con obras y con palabras. Por eso después el Señor «les abrió el entendimiento», para que pudieran comprender que se habían cumplido las Escrituras, que lo que estaba profetizado se había realizado, que nada había salido mal, y que verdaderamente Él era el Mesías esperado, que tenía que padecer para entrar en la gloria del Padre y para llevar a los suyos con Él. Es el mismo camino que han tenido que recorrer los de Emaús, con el encuentro y con la catequesis sobre las Escrituras. Para san Lucas no hace falta esperar a Pentecostés para que los discípulos comprendan: ante Cristo vivo ya han sido iluminados. La Pascua ya ha comenzado a abrir sus corazones a acoger la novedad de Cristo, a pesar del progreso que supondrá el don del Paráclito. Lo que los discípulos han visto y oído hace de ellos testigos. Así los reconoce el Señor, así tendrán que vivir ellos.

Todo este increíble progreso espiritual les servirá para acoger las palabras de envío del Maestro: el tríptico se completa con una misión, que los apóstoles reciben. Tal es la acogida que el encargo de Cristo produce en los suyos que la primera lectura nos los presenta dando testimonio del evangelio en Jerusalén. Cumplen el encargo de predicar la conversión. Esa conversión es posible, porque Él ha sido testigo de la muerte y resurrección del Señor. Cristo ha hecho brillar -son las palabras del salmo las que nos ayudan- sobre el rostro de los discípulos su propio rostro de resucitado, y ahora ellos, iluminados, han de ofrecer ese mismo testimonio para bien de todos. Nuevamente la confirmación de que se han cumplido las Escrituras y, por lo tanto, no hay que dudar, sólo creer y convertirse.

¿Brilla en nosotros el rostro del resucitado? Este puede haber sido gastado, difuminado por nuestros pecados, pero la gracia de la Pascua lo renueva. De hecho, nos reunimos cada domingo como aquel domingo, y el rostro del resucitado brilla para nosotros, brilla sobre nosotros. ¿Somos conscientes de esa luz? ¿Quién la recibe de nosotros, a quién transforma? No son nuestras fuerzas, ni nuestro ingenio, ni nuestro estilo: es el Señor el que se manifiesta hoy, un Señor que viene a fortalecer nuestra fe y a animarnos al testimonio. Vivamos estos días con la Iglesia, al ritmo de la palabra de la Escritura: es Cristo vivo quien nos ha llamado y renovado para ser testigos de su amor.

Diego Figueroa

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Mediante los sacramentos de la iniciación cristiana el fiel entra a formar parte de la Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real, al que corresponde dar culto a Dios en espíritu y en verdad (cfr. Jn 4,23). Este pueblo ejerce dicho sacerdocio por Cristo en el Espíritu Santo, no sólo en ámbito litúrgico, especialmente en la celebración de la Eucaristía, sino también en otras expresiones de la vida cristiana, entre las que se cuentan las manifestaciones de la piedad popular. El Espíritu Santo le confiere la capacidad de ofrecer sacrificios de alabanza a Dios, de elevar oraciones y súplicas y, ante todo, de convertir la propia vida en un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1; cfr. Heb 12,28).

Desde este fundamento sacerdotal, la piedad popular ayuda a los fieles a perseverar en la oración y en la alabanza a Dios Padre, a dar testimonio de Cristo (cfr. Hech 2,42-47) y, manteniendo la vigilante espera de su venida gloriosa, da razón, en el Espíritu Santo, de la esperanza de la vida eterna (cfr. 1Pe 3,15); y mientras conserva aspectos significativos del propio contexto cultural, expresa los valores de eclesialidad que caracterizan, en diverso modo y grado, todo lo que nace y se desarrolla en el Cuerpo místico de Cristo.

(Directorio para la piedad popular y la liturgia, 85-86)

Para la Semana

Lunes 16:

Hch 6,8-15. No lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba.

Sal 118. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.

Jn 6,22-29. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para
la vida eterna.
Martes 17:

Hch 7,51-8,1a. Señor Jesús, recibe mi espíritu.

Sal 30. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

Jn 6,30-35. No fue Moisés, sino que es mi Padre el que da el verdadero pan del cielo.
Miércoles 18:

Hch 8,1b-8. Iban de un lugar a otro anunciando la Buena Nueva de la Palabra.

Sal 65. Aclamad al Señor, tierra entera.

Jn 6,35-40. Esta es la voluntad del Padre: que todo el que ve al Hijo tenga vida eterna.
Jueves 19:

Hch 8,26-40. Siguió su viaje lleno de alegría.

Sal 65. Aclamad al Señor, tierra entera.

Jn 6,44-51. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.
Viernes 20:

Hch 9,1-20. Es un instrumento elegido por mí para dar a conocer mi nombre a los pueblos.

Sal 116. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Jn 6,52-59. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
Sábado 21:

Hch 9,31-42. La Iglesia se iba construyendo y se
multiplicaba animada por el Espíritu Santo.

Sal 115. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que
me ha hecho?

Jn 6,60-69. ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes
palabras de vida eterna.