Santos: Luis, rey; Nemesio, diácono; Eusebio, Vicente, Ginés, Magin, Ponciano, Peregrino, Julián, mártires; Geroncio, Gregorio, Menas, obispos; Patricia, Lucila, vírgenes; Arnoldo, confesor; José de Calasanz, presbítero, Patrono del Magisterio Español y de la escuela popular católica; Tomás de Kempis, beato.

Parece que a Dios le importa menos la obra que hace el hombre, aunque sea buena para la extensión del Reino, que la misma respuesta de santidad que el mismo hombre le da. De otra manera, Dios espera del hombre más su amorosa correspondencia que todo lo que el hombre pueda hacer por Dios. En el caso de la familia escolapia parece que puede verse con gran nitidez esta previa intuición.

José de Calasanz, español, aragonés, nacido en Peralta de la Sal probablemente el 1558, cuando ha empezado a reinar Felipe II. Pedro Calasanz y María Gastón son los padres de la familia numerosa con siete hijos cuyo benjamín es José. Bien lo formó la buena madre poniéndole al corriente de lo importante para vivir: tierna devoción a la Virgen y odio al pecado. Tanto que, cuando solo tenía cinco años, hubo quien le vio por el olivar con un cuchillo en la mano dispuesto a matar al demonio que es el peor enemigo.

Estudia los primeros latines –porque quería ir para cura– en Estadilla; hace filosofía y algo de teología en la universidad de Lérida; cambia a la de Valencia para terminar los estudios, pero tuvo que abandonar la ciudad por la persecución de una dama que ponía en peligro su vocación. Se ordenó de sacerdote en Barbastro. Y cambia la licenciatura en teología por el doctorado en Barcelona. Fue secretario de varios obispos y se encamina a Roma para conseguir una canonjía.

El Concilio de Trento propuso la edición de un Catecismo que por fin publicó el Papa Pío V. Surge la Archicofradía de la Doctrina Cristiana para procurar a los fieles la instrucción necesaria y alimentar su fe y José de Calasanz organiza –entusiasmado– las catequesis dominicales; luego funda una escuela en Santa María del Transtévere para atender la formación de una niñez y juventud abandonada. Cada vez son más numerosas y largas las hileras de niños que de todas partes de la Ciudad Eterna quieren aprovechar la ocasión. Elige gente responsable que se despreocupe del dinero, muestre interés por el problema y esté dispuesta a la constancia; busca lugares, llama a las puertas, y va organizando la avalancha. Está dispuesto a poner el saber al alcance de los pobres también y a que deje de ser clasista y privilegio de nobles. Han comenzado las Escuelas Pías. Son gratuitas y para todos. Los seguidores de José forman una comunidad sui generis, no tienen votos ni reglas, están unidos y estimulados por la autoridad moral del fundador que es apoyo y modelo por su carisma. Y así funcionarán hasta que el papa Paulo V haga de ella una Congregación de votos simples y Gregorio XV, en 1621, la eleve a la categoría de Orden con votos solemnes y nombre a José de Calasanz como General.

Como sucede con los fundadores de Órdenes religiosas que se han entregado en cuerpo y alma a sacar adelante un querer divino, hubiera sido suficiente lo escrito hasta ahora para su subida a los altares, máxime cuando la labor apostólica y su amplia repercusión social es altamente llamativa por la explosión que supuso este buen hacer en toda Europa. Roma, Génova, Nápoles, Florencia, Sicilia, Germania, Polonia, Cerdeña, España, Hungría, Francia y Austria. ¡Más de cuarenta fundaciones durante su gobierno! Pero lo que define a José de Calasanz como santo es otra cosa.

¿Quieres saber lo que pasó? Entre los suyos hubo un «trepa», sí uno de esos que hay en todas las épocas y en todos los estamentos que van medrando para conseguir triunfar y subir a costa de adular a los grandes o poderosos y de pisar a los pequeños o impotentes; esos que frecuentemente son gente de poca valía personal, envidiosos y carentes de escrúpulos morales que gozan adornándose con joyas ajenas. Comienzan por poco y terminan con traición. En este caso, dentro de la familia escolapia, se llamaba el P. Mario Sozzi. Se hizo amigo de los del Santo Oficio y consiguió con malentendidos, intrigas y calumnias la deposición del cargo de General a José Calazancio. Lo humilló hasta conseguir trasladarlo a él y a su Curia entre guardias a los tribunales como espía y malhechor y a desposeerlo de todo gobierno en la orden. Y con el agravante de tener ochenta años el fundador, usurpando él mismo el cargo de General. Cuando muere el papa Urbano VIII, una Comisión de cardenales revisa el asunto y, viendo la fragante injusticia cometida con el anciano fundador y con la Orden, se decide la reposición en su función y el restablecimiento de su fama. Pero las cosas habían llegado tan alto que eso supone la difamación del Santo Oficio y la puesta en ridículo de los que intervinieron en el asunto; total, que se queda la cuestión in statu quo prolongando la injusticia por tiempo indefinido hasta que el papa Inocencio X opta por la destrucción de la obra calasancia por aquello de que «muerto el perro se acabó la rabia»; aquella decisión papal del 1646 era la ruina y suponía la definitiva destitución del General. Lo verdaderamente admirable es que, en todo este negro negocio de injusticia, José permaneció en el ejercicio sublime de la paciencia, humildad, obediencia, sufriendo la calumnia y la desunión de los suyos, al tiempo que animaba como podía a los más próximos a la perseverancia, prometiéndoles una futura restauración.

¿Quieres saber cómo terminó? El P. Sozzi de marras murió de una horripilante sífilis. Y aún hoy no se sabe muy bien si está o no en el Purgatorio en compañía de los papas Urbano VIII e Inocencio X. Sí se sabe con certeza que José de Calasanz está en el Cielo como intercesor y propuesto como modelo de santidad. Y la familia calasancia está por esos mundos de Dios anunciando el Evangelio a la gente, instruyendo juventudes, formando hombres y aprendiendo de sus orígenes lo santo para hacerlo y lo aborrecible para detestarlo.