Santos: Toribio Alfonso de Mogrovejo, arzobispo; José Oriol, Julián, confesores; Félix, Victoriano, Florencio, Fidel, Felipe, Nicón, Liberato, Domicio, Pelagia, Aquila, Eparquio, Teodosia, mártires; Benito, monje; Dimas, el buen ladrón; Teódulo, presbítero; Filotea, virgen.

Catalán de origen. En el tiempo de la Ilustración, cuando está comandando el Conde-Duque de Olivares. Lo ordenó en Vich el obispo Don Jaime Mas, el 30 de mayo de 1676. Un «beneficiado» más entre los que ocupan prebendas eclesiásticas.

Hijo de Juan y de Gertrudis, que tuvieron siete hijos. Juan murió pronto, con solo treinta y siete años, uno más de los que se llevó la peste de 1651. La madre, con tanta familia, se casó otra vez con Domingo Pujolar, que fue nuevo padre para José, y vino añadiendo un nuevo hijo a los siete de la esposa; pero también este padrastro se murió pronto.

José se hizo monaguillo de la comunidad de Santa María del Mar, un empleo que era para pobres; pero aquí aprendió letras y latines hasta que llegó al doctorado. Quería ser sacerdote pero tuvo dificultades por ser pobre; no bastaba con tener ganas, ciencia y estar dispuesto a la santidad; era preciso, casi una condición necesaria, tener un beneficio que asegurara el pan necesario y lo demás. Menos mal que una vacante en el obispado de Gerona fue remedio, aunque la renta era solo simbólica: «un escudo de oro de cámara romano» que equivalía a siete pesetas al año. Suficiente para la formalidad. Detrás había un amigo que suplirá una renta anual.

Comienza como preceptor de la familia Gasneri, de origen milanés. Y eso que José Oriol era Doctor en Teología por la universidad civil de Barcelona y había opositado, aunque sin éxito, a la cátedra de Hebreo. Cuidará de Pepito, de siete años, y de Paquita, que solo tiene dos. Durará el trabajo diez años haciendo vida con esta familia, pero comiendo solo, porque desde que un día trinchó pavo y por tres veces se le paralizó el brazo, en adelante únicamente comerá y beberá pan y agua. Con este ayuno ordinario comenzó su reconocida austeridad que le hizo delgado y macilento al tiempo que ganaba en suavidad para preparar con mimo la Primera Comunión de los niños.

Llegó a sentirse uno más de los del Oratorio de San Felipe. Allí celebra la misa, confiesa y reparte la Comunión; la predicación no es elocuente, pero mueve; tiene colas en su confesonario; prefiere las misas tardías para poder prepararse mejor a la celebración.

Con bordón, andando y pidiendo limosna por el camino, peregrinó a Roma en 1696. Por mediación del cardenal Coloredo, que era oratoniano, el papa Inocencio XI le concede el beneficio de Santa María del Pino donde solo hay beneficiados y, a su alrededor y detrás de ellos, toda una caterva de capellanes, pasionarios y vicarios. Le hicieron «apuntador» y «bolsero» con el encargo de llevar la cuenta de las asistencias a coro y de repartir los dineros correspondientes. Se le dio mejor el cargo de enfermero.

Aquel hombre de ojos azules y calva venerable, suele tener la costumbre de postrarse ante el Santísimo una vez terminadas las horas canónicas. Pero no tuvo responsabilidades mayores, ni puestos altos, ni cargos para competentes; tampoco resolvió asuntos pastorales importantes, ni se le llegó a consultar jamás por soluciones eficaces; sin embargo, en la Barcelona donde nació, vivió y murió florecieron a su paso los milagros. No suele intervenir en las deliberaciones de los beneficiados tan dedicadas a los asuntos metálicos; solo consta de una vez que sugirió cambiar las ajadas capas pluviales por otras nuevas.

Le quemaban los dineros en la faltriquera. Seguro que sabía bien lo que decía aquel casto varón, modelo para sacerdotes, cuando afirmó «que prefería morir en los brazos de una mujer, que con una moneda en el bolsillo». No importaba cómo, pero sentía la necesidad de desprenderse hasta de la calderilla que le sobraba con el último pordiosero que topaba. Su ayuno estricto le permitió, no obstante, ahorrar 311 libras catalanas para poder hacer una fundación de cuarenta y ocho misas a celebrar por los pobres que no tienen sufragios.

Las cárceles y los hospitales de Barcelona le conocieron como frecuente visitante para hacer con los internos algo de bien, con sencillez, consolando y haciendo solo con su bendición algún que otro milagro de curación instantánea, que como no lo había hecho él, sino Dios, no tenía la menor importancia.

Tuvo como director de su alma a un carmelita y era asiduo lector de san Juan de la Cruz.

No tomó jamás las vacaciones que le correspondían por su beneficio y recorría Barcelona a pie. A pie también se quiso ir a misiones, pero no pasó de Marsella, donde enfermó, y la Virgen le hizo ver que donde Dios lo quería era en Barcelona.

Dejó herencia al morirse: sus ropas de coro –muy limpias–, biblia y gramática hebreas; nada más había en su buhardilla.

No está mal para un catalán. Aprovechó bien sus cincuenta y un años.