Comentario Pastoral

EL HIJO QUE NO ERA PRÓDIGO

Se abre la liturgia de este domingo «Laetare» con una invitación a la alegría pascual, aunque aún estemos a la mitad de la Cuaresma. Hoy se proclama una de las parábolas más entrañables y conocidas, la del hijo pródigo. Siempre me ha llamado la atención esta denominación, cuando el texto evangélico comienza así: «Un hombre tenía dos hijos…». Creo que se debería hablar de los dos: del que se marchó de casa y del que se quedó en ella, pues en ambos podemos estar reflejados con nuestras actitudes contradictorias. Comprendo que es más fácil hablar del que está lejos de casa, porque parece que se refiere a los demás. La gran enseñanza del hijo pródigo es su retorno, verdadera catequesis de lo que es el dinamismo penitencial, la conversión auténtica, lo que llamamos confesión, que tiene los pasos siguientes: 1) darse cuenta de que hemos derrochado nuestra fortuna y vivimos perdidamente; 2) recapacitar y soñar la abundancia de la casa paterna; 3) examinarse para saber lo que hay que manifestar acusándose pecador; 4) ponerse en camino, cumplir la penitencia previa de desandar nuestros malos pasos y 5) confesarse diciendo: «Padre, he pecado…». Solamente cuando ha acabado todo el proceso de la reconciliación nos podemos vestir de fiesta, cubrir nuestra desnudez y pasar al banquete del amor.

¿Y qué decir del hijo mayor? Me lo imagino, como en el cuadro de Rembrandt, de perfil con las cejas fruncidas, un rictus de disgusto en la boca, las manos contraídas con rabia, expresando su desaprobación y escándalo por el perdón y el amor del padre. ¿Por qué los cristianos no somos capaces de aceptar y comprender que Dios Padre tiene siempre sus brazos abiertos en un gesto inmenso de perdón? ¿Por qué no entendemos que en la casa del Padre hay sitio para todos, un puesto privilegiado para el hijo que vuelve arrepentido? Pienso que para quien no hay sitio es para el que no soporta el corazón generoso y el perdón desbordante de Dios. Corremos el peligro de ser «hijos mayores» que se quedan en casa cuando vivimos en una fría honradez legalista, cuando nuestra conducta virtuosa se hace estrecha y nos separa de los otros, cuando reducimos la vida en la casa paterna a una cuestión de reglamento y de prohibiciones, cuando no salimos en busca de quien se ha ido, etc. ¿Quién está más lejos de casa? ¿el insensato que la ha abandonado, pero que la recuerda, o el que se ha quedado en ella sin amor?

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Josué 5, 9a. 10-12 Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7
san Pablo a los Corintios 5, 17-21 san Lucas 15, 1-3. 11-32

 

de la Palabra a la Vida

Una de las características propias del tiempo cuaresmal son los ayunos. En el ayuno, como en la abstinencia, el hombre se priva de algo que hace bien a su cuerpo, y lo hace en memoria de su pecado, por el que se ha hecho merecedor de vagar por el desierto sin comer alimentos de la tierra, incluso cuando recibe el fruto de la benevolencia y la abundancia de Dios, que ha entregado a su Hijo único por nosotros y nuestro perdón. La liturgia de la Palabra de hoy nos enseña que, frente al ayuno, propio de una vida de pecadores, a nosotros se nos trata como a hijos, que comen en abundancia, incluso del ternero cebado. No ha sido nuestro buen hacer, ha sido la benevolencia de Dios, que es Padre.

Y es que, si tuviéramos que enumerar todos los ricos detalles de la parábola del hijo pródigo del evangelio de hoy, seguramente no habría homilías, comentarios, experiencias… por eso es que la liturgia de la palabra se esfuerza, no sólo en proponer las riquezas de la Escritura, sino también en fijar la idea que propone: es la primera lectura hoy la que nos enseña qué mirar en la parábola evangélica. En ella, el libro de Josué nos presenta un gran banquete, grande por la cantidad y grande por el significado. El pueblo de Israel come, al entrar en la tierra prometida, en abundancia. Esa abundancia que manifiesta la generosidad de Dios, que cumple su palabra, que ha estado con su pueblo, como prometió a Moisés en la zarza ardiente. Ahora reciben una comida, no sólo a continuación de un duro periodo hambrientos, sino también de forma inmerecida. Han sido un pueblo «de dura cerviz», desconfiado de su Dios y de su alianza, pero aún así comen en abundancia, en una tierra también inmerecida.

Y esta comida significa el comienzo de una nueva vida: «Hoy os he despojado del oprobio de Egipto», Es decir, no queda rastro de vuestra esclavitud. Tenéis tierras, vais a levantar casas, tenéis comida abundante: sois libres. Esa es también la experiencia del hijo pródigo que vuelve a casa. Ha acabado su hambre, ha acabado su vagar, ha acabado -con el abrazo del Padre- su pecado.

Por eso, al hablarnos en su Palabra de cómo Dios alimenta a su pueblo, a la Iglesia lo que le sale del corazón es cantar con el salmo «gustad», porque al comer podéis ver «qué bueno es el Señor», Él es el que os alimenta.

La Iglesia ejerce una maternidad tierna sobre sus hijos, y cuando hemos atravesado el ecuador de la Cuaresma, con estas lecturas nos invita a perseverar en la confianza en Dios. No temas por lo que no tengas, no temas por la escasez de frutos, por la ausencia de éxito, no temas no ver la casa, el destino final: Dios te acompaña y no falla a su promesa, te dará en abundancia, sentado a su mesa, si mantienes la confianza en Él, si eres capaz de reconocer tu pecado y dejarte abrazar por el amor de Dios.

El corazón duro, como tiene el hijo pequeño al principio, se resiste a dejarse alimentar, se resiste a dejarse reconciliar. No quiere considerarse dependiente de otros, de Dios, del Padre. Pero si «lo propio de Dios es hacer, lo propio del hombre es dejarse hacer», decía un santo Padre. Confía, a mitad de la Cuaresma, en el deseo y el amor de Dios. Sigue tu camino. Sonríe, alégrate. El camino es duro, pero el Señor abre sus brazos para protegerte y acompañarte
a casa.

La Iglesia canta en la comunión con este salmo: comer la eucaristía es tener conciencia de que ya estamos sentados en casa, ya recibimos el alimento precioso de Dios. Por eso podemos seguir la conversión, por eso tenemos que seguir luchando con el pecado, porque todo lo de Dios es nuestro. ¿Alcanzo a ver, cuando comulgo, dónde estoy sentado, a qué mesa? ¿Me resisto a dejarme cuidar por Dios a su manera? Criaturas nuevas, hijos de Dios, en casa, reconciliados y vencedores sobre el pecado.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar «el primer día después del sábado» (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13- 35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días después -como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26)- los discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1), cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la multitud reunida que Cristo había resucitado y «los que acogieron su palabra fueron bautizados» (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de Dios dispersos.

(Juan Pablo II, Dies Domini, 12)

 

Para la Semana

Lunes 1:

Is 65,17-21. Ya no se oirán gemidos ni llantos.

Sal 29. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Jn 4,43-54. Anda, tu hijo está curado.
Martes 2:

Ez 47,1-9.12. Vi que manaba el agua del lado derecho del templo, y habrá vida dondequiera
que llegue la corriente.

Sal 45. El Señor del universo está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

Jn 5,1-16. Al momento aquel hombre quedó sano.
Miércoles 3:

Is 49,8-15. Te he constituido alianza del pueblo, para restaurar el país.

Sal 144. El Señor es clemente y misericordioso.

Jn 5,17-30. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere.
Jueves 4:

Ex 32,7-14. Arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo.

Sal 105. Acuérdate de nosotros, por amor a tu pueblo.

Jn 5,31-47. Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza, será vuestro acusador.
Viernes 5:

Sab 2,1a.12-22. Lo condenaremos a muerte ignominiosa.

Sal 33. El Señor está cerca de los atribulados.

Jn 7,1-2.10.25-30. Intentaban agarrarlo, pero todavía no había llegado su hora.
Sábado 6:

Jer 11,18-20. Yo, como cordero manso, llevado al matadero.

Sal 7. Señor, Dios mío, a ti me acojo.

Jn 7,40-53. ¿Es que de Galilea va a venir el Mesías?