La resurrección de Jesús nos llena de alegría. Para María Magdalena y los apóstoles fue una noticia inesperada a pesar de que el Señor lo había anunciado en diversas ocasiones. Pero ellos no habían entendido hasta ese momento. Nosotros, seguramente todos los lectores, hemos celebrado varias veces la Pascua. Por eso hemos de pedir recuperar la sorpresa por la resurrección de Quien “lo ha hecho todo nuevo”. No se lo esperaban, pero amaban intensamente al Señor de ahí que al ver que la tumba estaba vacía y al reconocerlo en las sucesivas apariciones, se llenaran de alegría. Alegría por el Señor, que no había conocido la corrupción del sepulcro. Alegría también por ellos mismos que podían seguir en relación con Jesús, que si ya hasta entonces había dado un vuelco a sus vidas ahora iba a transformarlas definitivamente.

Sí, la resurrección, entre otras cosas, probaba que el amor no es un sentimiento pasajero sino que es más fuerte que la muerte. Dios resucitó a su Hijo. Jesús destruyó lo que amenaza a los hombres. El hecho de la resurrección, la afirmación de que Jesucristo vive, ilumina todo lo que ha sucedido hasta entonces. También ha de transfigurar con su luz toda nuestra existencia.

María Magdalena, Pedro, Juan y los demás apóstoles cambiaron su percepción de las cosas porque se encontraron con el Señor resucitado. Eso también se nos ha dado a nosotros, aunque de otra manera. Jesucristo nos ha comunicado su vida. San Pedro se refiere a ello indicando que, “los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados”. Porque si Jesús ha vencido la muerte significa también que podemos afrontar todos los acontecimientos de nuestra vida de una manera diferente: desde la potencia de su amor. Como dice san Pablo, hay que buscar los bienes de arriba. Y eso, ya sabemos, no consiste en quedarse mirando el cielo sino en descubrir el designio amoroso de Dios en todas las cosas y en todas las personas. Él ha resucitado y nos da vida: su vida. Es lo que sucede en el bautismo cuando, como señala el apóstol, resucitamos con Cristo, porque somos hechos hijos de Dios. De ahí nuestra alegría que, en definitiva es la de saber que podemos vivir con Cristo; que siempre podemos estar al amparo de su amor.

La mayor manifestación de alegría es poder manifestar nuestro amor. El Papa Francisco al inicio de su pontificado recordó que la alegría nace del encuentro con Cristo. Él vive y nos libera de las ataduras del pecado y hace que podamos salir de las encerronas del egoísmo para vivir según el don de su amor.

La tumba está vacía y Jesucristo vive verdaderamente, y es contemporáneo nuestro. Por eso la belleza del cristianismo, que muchos contemplan con tristeza porque piensan irrealizable, es posible. Lo canta la Iglesia en este día en que se nos hace manifiesto que ninguna tristeza y ningún dolor o contrariedad tendrán la fuerza suficiente para quitarnos esta certeza: Jesucristo vive y con Él todo es nuevo.