Santos: Pío V, papa; Eutropio, Donato, Erconvaldo, Pulcronio, Quirino, Silvio, Cirilo, Severo, obispos; Máximo, Pedro, Luis (Ludovico), Helías, Ullex, presbíteros y mártires; Indalecio, Mariano y Santiago, Amador, Afrodisio, Lorenzo, mártires; Pablo, Isidoro, monjes y mártires; Lupino, Sabina, José Benito Cottolengo, confesores; Genesto, Aimón, monjes; Sofía, virgen y mártir; Ponce, abad.
«Hay más fe en el canónigo Cottolengo que en todo Turín», dijo de él un buen día uno de sus colegas de cabildo. Para que luego digan ‘no sé qué y no sé cuánto’ de los canónigos. Cierto que, al no ser la fe una cantidad que se pueda pensar o medir, no es válida la frase; pero, hablando en sencilla terminología de la calle, lejana a los tecnicismos de la metafísica y del saber teológico, se entiende mejor que bien lo que el admirado y bueno Munsa quería decir al comentar la confianza que tenía Cottolengo en la divina Providencia.
Y es que aquel hombre ensotanado, tan tranquilo y confiado, José Benito Cottolengo, tenía la responsabilidad de haber albergado –por motivos de caridad cristiana– en refugios para los más desamparados, todo tipo de mendigos y famélicos, sin un duro para alimentarlos; y no dejaba de recibir más gente cuanto menos tenía. La lógica humana allí no funcionaba y la economía se quebraba en sus más elementales principios. Aquello era distinto, pero eficaz. Cuanto más necesidad había, más famélicos recibía, y menos faltaba. Y, sin embargo, aquel hombre tan multiplicador de recursos no hubiera servido para ministro de hacienda; su negocio era otro ¡por lo que se ve, bien difícil!
Nació en Bra (Piamonte), el 4 de mayo de 1786. Y dicen que ya desde pequeñito le encontraron midiendo una habitación de su casa para calcular las camas para enfermos o pobres que podrían caber en ella. Luego se mostró como fervorosísimo discípulo de santo Tomás de Aquino. Piadoso como el que más. Ordenado sacerdote el 8 de julio de 1811. Doctor en Teología en el 1816. En el 1818, canónigo de la Colegiata del Corpus Domini de Turín. En 1827, comenzó a recoger a todos los abandonados que encuentra sin tener en cuenta ninguna condición. Comenzó en Valdocco, entonces en las afueras de la ciudad, la «Piccola Casa della Divina Providenza», que luego se ha ampliado hasta llegar a ser uno de los más grandes centros sociales del mundo, capaz de albergar a diez mil personas. Y se rodeó de gente a la que preparó para que el carisma no desapareciera.
Se tomó el Evangelio al pie de la letra. La fe engendra una certeza absoluta, indiscutible, superior a cualquier certeza humana. Así lo aprendió del aquinatense. «Creo más en la divina Providencia, que en la existencia de la ciudad de Turín». Pues, como es así, el Evangelio no puede fallar. ¿No dijo el Señor que valemos más que los lirios del campo que Dios viste y que los pájaros del cielo que Dios alimenta? Pues, a los hombres desgraciados más necesitados no los abandonará. Y cuanto más falta, más amplía su obra, con una sencillez que pone los pelos de punta: «A la divina Providencia le da igual mantener a quinientos que a cinco mil». Por esos derroteros iba su cabeza y por fe actuaba contra toda lógica humana. Más de una vez descubrió que, si Dios no le estaba dando los recursos imprescindibles, era porque aún quedaba en ese momento una cama vacía; entonces, la táctica era inapelable: «¡Aceptaremos más pobres!». Por la seca y estricta fe vivió en absoluta despreocupación, y menos sensibilizado por el mañana, porque «si la divina Providencia nos ha de dar, es necesario que la casa esté vacía».
Su temor y su cruz venía por otro camino: Que los suyos redujeran la fe en la Providencia y por ello volvieran secas las fuentes de la gracia. Eso solo pasaría si perdieran el convencimiento de ser unos hijos de un Padre bueno que nos ama y que lo puede todo y que dice la verdad cuando afirma: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura», y «tened fe en Dios. En verdad os digo: quien, sin vacilar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, diga a este monte ‘arráncate y tírate al mar’, os obedecerá».
José Benito Cottolengo, el que se divertía gastando todo lo que Dios le mandaba para los pobres, simplificó su carisma en dos parámetros: no llevar cuenta de lo que se hace –«Dios tiene mejor contaduría que la de nuestros libros»–, y no rezar por ninguna intención concreta y determinada, salvo por agradar a Dios. ¡Por eso no faltaba jamás el Deo gratias de la perenne adoración eucarística!
En los Cottolengo nunca ha faltado el pan que llega solo de la pública caridad. El sentido práctico a la hora de recoger a los que todo el mundo rechaza por los motivos más justificados –porque son enfermos incurables, sordomudos, epilépticos, cancerosos, niños idiotas, y así– se opone a esta idea con sensatez; si se añade que esto se hace sin dinero y sin fondos de previsión, y que, además, no va a servir para nada, la catástrofe es segura e inminente. Pero a José Benito, lleno de caridad, le bastaba decir, convencido, que «el banco de la divina Providencia no conoce la bancarrota».