Comentario Pastoral

LA NOVEDAD DEL AMOR CRISTIANO

Lo nuevo siempre tiene atractivo y se acepta casi sin reservas, aunque comporte esfuerzos y exigencias de cambio. Ordinariamente se vive con el peso de ideas, estructuras y actuaciones viejas.

Los textos bíblicos de este quinto Domingo de Pascua hablan de «novedad». «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva», dice el Apocalipsis. «Os doy un mandamiento nuevo», afirma Jesús. Después de veinte siglos de historia de la Iglesia, de práctica y vivencia del mandamiento primero y principal de la ley, ¿se puede hablar sinceramente de «novedad»? ¿No suena a tópico decir que la novedad cristiana se traduce en la palabra «amor», palabra tan exaltada y a la vez tan desgastada? ¿Cuál es la novedad del amor cristiano?

Evidentemente que el amor no es algo nuevo. El afecto, el gozo, el cariño, la pasión y el consentimiento son la expresión constante del amor humano. El amor es sentimiento imperecedero del hombre en la tierra. La novedad cristiana del amor está en la referencia «como yo os he amado», que manifiesta su perfección y su meta. El amor no es una fría ley, no se puede reducir a un organigrama caritativo y a una institución social, no debe someterse a un calendario con días fijos para amar, no admite límites cortados por un reglamento, una campana o un reloj. El amor auténtico germina y vive siempre en la libertad de poderse expresar siempre.

Cristo nos amó hasta dar su vida. El amor auténtico germina y vive siempre en la libertad de poderse expresar siempre.

Cristo nos amó hasta dar su vida. Por eso tiene sentido que el cristiano se consagre al servicio exclusivo de sus hermanos hasta la muerte de uno mismo. Servir a los otros es signo de humillación para la mentalidad común, pero para el cristiano es signo de libertad. No se trata solamente de amar al prójimo, sino de hacerse prójimo del otro y entrar en comunión con él siendo su servidor. Hay que pasar de los desamores al amor.

«Tanto amaste al mundo, Padre Santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo.

El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo.

Para cumplir tus designios, él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida.

Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió el Padre, desde su seno, al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo».

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 14, 21b-27 Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab
Apocalipsis 21, 1-5a san Juan 13, 31-33a. 34-35

 

de la Palabra a la Vida

Hay un elemento en la vida cristiana que no resulta fácil asumir pero que forma parte de la experiencia incluso de aquellos primeros discípulos con el Señor: la vida es un proceso constante de crecimiento. En ese proceso, las cosas que se han dado de una determinada y exitosa forma durante un tiempo, deben dejar paso a otras. Así, el tiempo del anuncio del Reino tiene que dejar paso a la Pascua, al tiempo de las apariciones, y estas al tiempo de la Iglesia, en el que hoy estamos aquí, mañana allí… Es un proceso constante, guiado por el amor, en el que no tiene sitio la tentación de acomodarse, ni la de dejarse llevar, ni la de vagar sin sentido. Este evangelio y el del próximo domingo nos ponen en esta dinámica que, o se acepta, o impide seguir a Jesús adecuadamente.

Así lo vemos desde la promesa que el Señor hace a sus discípulos al término de la última cena. Pero, ¿por qué hoy este evangelio del discurso de despedida de Jesús?

Primero, una motivación que encontramos en este evangelio y en el del domingo próximo: preparan ya la ascensión del Señor («me queda poco de estar con vosotros»). Y la Iglesia nos quiere preparar para que nuestro corazón, como el de los discípulos, experimente el desgarro, la separación de aquel que nos ha cambiado la vida y al que vamos a despedir, a dejar de ver. Cristo asciende al cielo, y la Iglesia comienza a despedirle recibiendo sus últimas enseñanzas, sus últimos y fundamentales consejos. El mandamiento del amor es incomparable. Es un signo de lo que somos, un signo de lo que ha sido su vida. Nuestra vida, fiel al mandato del amor, hará presente al que asciende al cielo.

En segundo lugar, por la consecuencia de la Pascua, que crea en nosotros una vida nueva. Una vida según el Espíritu de amor, una vida de resucitados, una vida en la que el miedo a la muerte es sustituido por la generosidad de darse, porque en la Pascua de Cristo hemos visto el fruto eterno de elegir su amor. Por eso los discípulos de Cristo, aquellos que se han beneficiado, y así han reconocido, el amor de Cristo que le ha llevado a morir por nosotros, se identificarán también por esa misma señal. Ya tienen ese amor. Ahora tienen que entregarlo. Es la forma de dar testimonio del Resucitado.

Esta será la forma de crear un mundo nuevo. La Iglesia ha aprendido de su Señor que la transformación del mundo viene por la obediencia a la voluntad de Dios y a sus mandatos: por eso, la visión de la ciudad nueva, la Jerusalén que desciende del cielo, tiene su fundamento en el alimento del amor, la eucaristía. La tierra nueva, la morada de Dios con los hombres, de la que nos habla hoy el Apocalipsis, es la realización del mandato del amor que hace el Señor en el evangelio. Hacia esa Jerusalén definitiva, hacia esa ciudad nueva camina la Iglesia y se nos manda caminar a nosotros.

En la Iglesia, formada por hijos de Dios, pecadores, la debilidad busca hacernos olvidar el destino hacia el que avanzamos, y envejecida por el pecado se arriesga a no llegar a la meta; sin embargo el Señor nos fortalece con su amor, nos exhorta, como Pablo y Bernabé, «a perseverar en la fe diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios». Cada elección movidos por la caridad nos rejuvenece, acerca la ciudad nueva, que vive del mandamiento nuevo.

La Pascua de Cristo hace que nosotros no tengamos que tirar de nosotros mismos tanto como Cristo, a la derecha del Padre, tira de nosotros. Ese movimiento se realiza en la liturgia de la Iglesia, en la celebración de la misa y de los sacramentos. ¿Experimento el amor de Dios en la eucaristía, más allá de lo que siento, de cómo me encuentro? ¿Reconozco el don de su amor en los hermanos, comparto mi fe en la Iglesia, en un grupo? Con ese amor que Cristo nos ha dado, aun sin verla, la Jerusalén celeste se acerca, como novia preparada para celebrar sus desposorios con Cristo.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

En esta perspectiva cristocéntrica se comprende otro valor simbólico que la reflexión creyente y la práctica pastoral dieron al día del Señor. En efecto, una aguda intuición pastoral sugirió a la Iglesia cristianizar, para el domingo, el contenido del «día del sol», expresión con la que los romanos denominaban este día y que aún hoy aparece en algunas lenguas contemporáneas, apartando a los fieles de la seducción de los cultos que divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia Cristo, verdadero «sol» de la humanidad. San Justino, escribiendo a los paganos, utiliza la terminología corriente para señalar que los cristianos hacían su reunión «en el día llamado del sol», pero la referencia a esta expresión tiene ya para los creyentes un sentido
nuevo, perfectamente evangélico. En efecto, Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 9,5; cf. también 1,4- 5.9), y el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo perenne, en la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su gloria. El tema del domingo como día iluminado por el triunfo de Cristo resucitado encuentra un eco en la Liturgia de las Horas y tiene un particular énfasis en la vigilia nocturna que en las liturgias orientales prepara e introduce el domingo. Al reunirse en este día la Iglesia hace suyo, de generación en generación, el asombro de Zacarías cuando dirige su mirada hacia Cristo anunciándolo como el «sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte» (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía con la alegría experimentada por Simeón al tomar en brazos al Niño divino venido como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2,32).

(Dies Domini 27, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes 20:

Hch 14,5-18. Os predicamos el Evangelio, para que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al
Dios vivo.

Sal 113B. No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria.

Jn 14,21-26. El Defensor que enviará el Padre os lo enseñará todo.
Martes 21:

Hch 14,19-28. Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medio de ellos.

Sal 144. Tus amigos, Señor, proclaman la gloria de tu reinado.

Jn 14,27-31a. Mi paz os doy.
Miércoles 22:

Hch 15,1-6. Se decidió que subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros
sobre la controversia.

Sal 121. Vamos alegres a la casa del Señor.

Jn 15,1-8. El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante.
Jueves 23:

Hch 15,7-21. A mi parecer, no hay que molestar a los gentiles que se convierten a Dios.

Sal 95. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.

Jn 15,9-11. Permaneced en mi amor, para que vuestra alegría llegue a plenitud.
Viernes 24:

Hch 15,22-31. Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las
indispensables.

Sal 56. Te daré gracias ante los pueblos, Señor.

Jn 15,12-17. Esto os mando: que os améis unos a otros.
Sábado 25:

Hch 16,1-10. Ven a Macedonia y ayúdanos.

Sal 99. Aclama al Señor, tierra entera.

Jn 15,18-21. No sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo.