Comentario Pastoral
EL ADVIENTO TIEMPO PRIVILEGIADO

El tiempo de Adviento -tiempo de la Venida- es uno de los tiempos fuertes del año litúrgico más acentuados tradicionalmente, y quizás con mayores resonancias espirituales.

La reacción del creyente al celebrar la Venida del Señor es, desde luego, la conversión de corazón, pero es también el gozo, la esperanza, la oración, la decisión de salir al encuentro del Señor que viene… Por eso el tiempo de Adviento no es directamente penitencial, y sería equívoco plantearlo como una especie de Cuaresma previa a la Navidad.

Adviento es el tiempo oportuno y privilegiado para escuchar el anuncio de la liberación de los pueblos y de las personas. En él se percibe una invitación a dirigir el ánimo hacia un porvenir que se aproxima y se hace cercano, pero que todavía está por llegar. Tiempo para descubrir que nuestra vida pende de unas promesas de libertad, de justicia, de fraternidad todavía sin cumplir; tiempo de vivir la fe como esperanza y como expectación; tiempo de sentir a Dios como futuro absoluto del hombre…

Reavivamos en él y revivimos la admirable espera de Israel por el Mesías; anticipamos el final de los tiempos aún pendiente y por venir; incrustados en esa línea histórica nuestro presente como encarnación y compromiso. De la mano de los grandes profetas, de los grandes precursores y, ante todo, de Jesús, el hombre para los demás, nos hacemos al camino para acelerar la llegada de una humanidad adulta, transida del Espíritu de Dios y reconciliada con el mundo trasformado, con la tierra nueva.

En este periodo del año, evocador y sugerente, recubierto con el dorado otoñal de los paisajes, se puede penetrar muy profundamente en el misterio de la experiencia auténtica y del Dios verdadero. El Dios del Adviento es el que nos empuja siempre hacia algo que se acerca, hacia lo por-venir. El Dios cristiano no es una mera presencia sobre el mundo, como un toldo inmóvil que lo cubriera. Es una promesa de presencia.

En el frontispicio del Adviento de siempre, hay un tríptico central que destaca las figuras eminentes. Sin ellas no hubiera sido posible el Adviento de ayer, ni puede ser entendido, vivido y celebrado el Adviento de hoy. Son, en orden creciente de importancia (y no de simple cronología) Isaías, el profeta y poeta; Juan, el precursor y testigo; María, la Virgen y Madre, la Reina del Adviento.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 2, 1-5 Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9
san Pablo a los Romanos 13, 11-14a san Mateo 24, 37-44

de la Palabra a la vida

«Al final de los días» es lo primero que la palabra de Dios nos dice en este primer domingo de Adviento. Hay un final de los días. Lo que estamos haciendo, lo que más nos gusta, lo que nos apena, aquello por lo que sufrimos o nos enfadamos… tiene un final. El Adviento nos ofrece la oportunidad de aprender a vivir conscientes de que todo tiene un final. Afrontamos muchas cosas en la vida, hacemos cálculos, como si lo que vivimos fuera eterno, y lo que vivimos se va, a menudo como diría el poeta, «tan callando». Por eso, supone un cambio de perspectiva poder afrontar las cosas sabiendo que sólo Dios permanece, lo demás pasa. Si bien es cierto que «no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor» no es una advertencia para vivir con miedo, sino confiados de la ayuda del Señor para dejar pasar lo que es pasajero.

De hecho, la visión de la profecía de Isaías, en la primera lectura es constructiva, el Señor va a enseñar a su pueblo, va a ofrecerle de los elementos de guerra, instrumentos para la paz, para la reconstrucción de la ciudad con miras no sólo a que dure mucho, sino también a que sepa pasar. De esta forma tan paradójica, estas dos lecturas presentan un contraste que es la realidad de la vida y que ilustre perfectamente el tiempo del Adviento. Estamos preparándonos, en el día a día, para el día del Señor, el día final, y en este día la claridad de la luz del Señor iluminará todas las sombras para poner de manifiesto el poder de Dios. Uno de los prefacios de la misa propios de este tiempo dice: «en aquel día terrible y glorioso pasará la figura de este mundo y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva». Y esto ya nos ha situado en el tiempo del Adviento: la preparación, la venida que esperamos, es la segunda, la definitiva.

Aquí no se está hablando del humilde nacimiento del Hijo de Dios en la carne, aún no nos preocupa la Navidad, nos preocupa que el día de hoy nos prepare para el día final, que decimos en el credo «con gloria, para juzgar a vivos y muertos». Por eso, las lecturas presentan esa venida terrible y gloriosa, terrible en el evangelio, gloriosa en la profecía.

En el juicio de ese día, seremos llevados a la casa de Dios, y por eso canta el salmo responsorial: «¡vamos a la casa del Señor!». El juicio conlleva un proceso de reunificación: todos los pueblos irán a reunirse con el Señor, y puestos ante Él le alabarán por su justicia. Así, la Iglesia huye de todo individualismo en el seguimiento del Señor, en la espera del Mesías. La reconstrucción definitiva del pueblo de Dios sucederá en el último día y será un acontecimiento al que todos están convocados. El salmo 121 es, entonces, referencia espiritual del cristiano que entra en el adviento sabiendo lo que busca, sabiendo hacia dónde se dirige y en compañía de quién lo hace. Rezar con él cada día significa no perder la perspectiva de un pueblo que camina guiado por el Señor, presente en medio de nosotros pero a la vez guiándonos a un encuentro pleno con Él. ¿Conozco la alegría del pueblo de Dios, de formar parte de ese pueblo? ¿Percibo cómo avanzamos? ¿Cuál es mi aportación a esa progresión, en ese camino?

Es por eso que el Adviento se caracteriza por su alegría profunda: ya ve tan cercano al Señor, con todo su poder, que no puede dejar de cantar cada domingo ¡Aleluya! Esa luz de la aurora que ya intuye se tiene que mostrar claramente, y por eso escucharemos en la nochebuena: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande». Es necesario avanzar como pueblo para ver y para estar alegres. ¿Me dejo acompañar por el pueblo de Dios? ¿Participo en la vida de la Iglesia para ir haciendo crecer esa conciencia de ser miembro de un pueblo? ¿Venzo la decepción y las tinieblas de cada día con la esperanza de la luz que aparece, del día sin ocaso?

Hemos abierto el tiempo que representa el estado natural del cristiano: vigilantes, despiertos, alegres, juntos. En este día, y hacia el último día.

Diego Figueroa

al ritmo de las celebraciones

Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

Sea bendito Aquél que ha elevado el gran día del domingo por encima de todos los días. Los cielos y la tierra, los ángeles y los hombres se entregan a la alegría».

Estas exclamaciones de la liturgia maronita representan bien las intensas aclamaciones de alegría que desde siempre, en la liturgia occidental y en la oriental, han caracterizado el domingo. Además, desde el punto de vista histórico, antes aún que día de descanso -más allá de lo no previsto entonces por el calendario civil- los cristianos vivieron el día semanal del Señor resucitado sobre todo como día de alegría. «El primer día de la semana, estad todos alegres», se lee en la Didascalia de los Apóstoles. Esto era muy destacado en la práctica litúrgica, mediante la selección de gestos apropiados. San Agustín, haciéndose intérprete de la extendida conciencia eclesial, pone de relieve el carácter de alegría de la Pascua semanal: «Se dejan de lado los ayunos y se ora estando de pie como signo de la resurrección; por esto además en todos los domingos se
canta el aleluya».
(Dies Domini 55, Juan Pablo II)

Para la Semana

Lunes 2:

Is 2,1-5. El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios.
o bien:

Is 4,2-6. El vástago del Señor será ornamento para los supervivientes.

Sal 121. Vamos alegres a la casa del Señor.

Mt 8,5-11. Vendrán muchos de oriente y occidente al reino de los cielos.
Martes 3:
San Francisco Javier, presbítero. Memoria.

Is 11,1-10. Sobre él se posará el espíritu del Señor.

Sal 71. Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente.

Lc 10,21-24. Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo.
Miércoles 4:

Is 25,6-10a. El Señor invita a su festín y enjuga las lágrimas de todos los rostros.

Sal 22. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.

Mt 15,29-37. Jesús cura a muchos y multiplica los panes.
Jueves 5:
Is 26,1-6. Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad.

Sal 117. Bendito el que viene en nombre del Señor.

Mt 7,21.24-27. El que cumple la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos
Viernes 6:
Is 29,17-24. Aquel día verán los ojos de los ciegos.

Sal 26. El Señor es mi luz y mi salvación.

Mt 9,27-31. Curación de dos ciegos que creen en Jesús.
Sábado 7:
San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia. Memoria.

Is 30,19-21.23-26. Se apiadará a la voz de tu gemido.

Sal 146. Dichosos los que esperan en el Señor.

Mt 9,35-10,1.6-8. Al ver a las gentes, se compadecía de ellas.