JUEVES 30 DE ENERO DE 2020 / III SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

SER LUZ (Marcos 4, 21-25)

Cuentan que “había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida. La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como aquella. En determinado momento, se encuentra con un amigo. El amigo lo mira y de pronto lo reconoce. Se da cuenta de que es Guno, el ciego del pueblo. Entonces, le dice: ¿Qué haces, Guno, tú, ciego, con una lámpara en la mano? ¡Si tú no ves! Entonces, el ciego le responde: Yo no llevo la lámpara para ver mi camino, pues yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí. No solo es importante la luz que me sirve a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella”.

A veces los cristianos nos creemos que esto que Jesús nos dice en el Evangelio de hoy, lo de no meter la lámpara debajo de una vasija o debajo de la cama, sino ponerla en algo, para que alumbre a todos, es un mensaje dirigido sólo a unos pocos: los consagrados, los sacerdotes, los misioneros…, como si éstos, por ejercer el ministerio del anuncio de la Palabra, y por tanto por llevar la lámpara de la Palabra (“lámpara para mis pasos es tu Palabra, Señor”), se reconociesen siempre en plena luz, cuando como todos los mortales, también ellos pasan por las penumbras de la oscuridad que la vida nos depara. Y si, y ojalá sea así siempre, no por ello dejan de levantar con sus manos la luz de la Palabra de Dios, que nadie les pregunte por qué, porque la luz que ellos levantan no sólo les podrá iluminar a ellos, sino a todos los que, como en el cuento, pueden encontrar esa luz entre las calles de sus ciudades.

A veces los cristianos creemos que bastante tenemos con querer ser discípulos, como para además ser misioneros. Que bastante tenemos con dejar que la luz del evangelio ilumine nuestras vidas, como para tener que llevar esa luz a los demás para que pueda alumbrar el mundo entero. Cuando Jorge María Bergoglio fue relator de la Asamblea de los Obispos latinoamericanos allá por el año 2006, inventó esa expresión de “discípulos-misioneros” que hoy, como Papa, nos propone como seña de identidad a todos los bautizados, a todos los cristianos. Alguien ya entonces le dijo que si no era mejor decir “discípulos y misioneros”. Pero Bergoglio contesto: “No, porque de lo que se trata es de que tomemos conciencia de que son dos condiciones inseparables, y con sólo una “y” entre medias, podría parecer que se puede ser discípulo sin ser misionero, o que hay dos tipos de discípulos, los discípulos a secas, y los discípulos que además son misioneros. Cuando la realidad es que del mismo modo por el cual no se puede ser misionero sin ser discípulo, tampoco se puede ser discípulo sin ser misionero.

Hasta el ciego del cuento tenía que encender una luz, aunque él ya se supiese el camino, porque todos a demás de seguir esa luz, hemos de alumbrar a los demás para que puedan seguirla con nosotros.