Comentario Pastoral

LA BLANCA TRANSFIGURACIÓN

Aunque en Cuaresma se utiliza el color morado en las vestiduras litúrgicas, sin embargo, apoyados en el relato evangélico que se lee hoy, se puede decir que es un domingo de color blanco. Lo blanco evoca la inocencia, la alegría, la admiración. Es color de vida y de luz, opuesto al negro, color de tinieblas y de luto. Es significativo que el color blanco, con referencia a Cristo, no aparece durante su vida terrena, excepto en el momento privilegiado de la transfiguración; «sus vestidos se volvieron blancos como la luz», cuando en la cumbre del Tabor desveló su gloria. En esta teofanía, similar a la del Sinaí, Cristo brilló con luminosidad nueva. Los que serían testigos de la agonía en la noche negra de Getsemaní son los que ahora ven su gloria resplandeciente y blanca.

En múltiples pasajes bíblicos se habla de la «gloria» de Dios que se manifiesta en la creación, en el éxodo, en el templo de Jerusalén. Pero donde aparece verdaderamente la gloria de Dios es en la persona de Cristo, resplandor de la gloria del Padre, que un día al final de los tiempos, vendrá con gloria y majestad a juzgar y salvar. La gran catequesis de la Cuaresma nos recuerda que Cristo ha ascendido a la gloria de los cielos, donde vive glorificado, después de la pasión.

Al monte Tabor se le compara normalmente con el Sinaí, donde la irradiación fulgurante de Jahvé coronaba la montaña y volvió radiante el rostro de Moisés. Pero el monte de la Transfiguración hace referencia también al Calvario. Son dos cimas de glorificación, a las que hay que ascender. Quién quiera contemplar, como Pedro, Santiago y Juan, la gloria de Dios, tiene que subir como Cristo al Calvario de la fidelidad y de la entrega. La cruz es la gloria del cristiano.

Para que el hombre pueda transfigurarse y resplandecer tiene que escuchar al Hijo predilecto de Dios. Toda la Cuaresma es una escucha intensa de la Palabra que salva; imitando a San Pedro, el cristiano debería exclamar: ¡qué hermoso es vivir este tiempo de gracia y renovación, para bajar al valle de lo cotidiano pertrechados de una gracia y fuerza nueva! Así un día podrá subir al definitivo Tabor de los cielos después de haber caminado por la vida manifestando en todo la gloria de Dios.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Génesis 12, 1-4a Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22
san Pablo a Timoteo 1, 8b-10 san Mateo 17, 1-9

 

de la Palabra a la Vida

Para que el que ha entrado en la Cuaresma con buen ánimo, con decisión, no se venga abajo, y para que el que ha entrado en la Cuaresma de mala manera, con dejadez o debilidad, no quiera dejar correr el tiempo, el segundo domingo de este tiempo nos permite, como a Moisés desde el monte Nebo, pero con la certeza del éxito final, ver la tierra prometida, el triunfo de Cristo.

La gloria que descubre a los suyos en el Tabor es la prenda de la herencia que les espera. Ya en Cristo se hace visible lo que espera a los que perseveren en la Cuaresma de la vida con Él. La bendición que Abraham recibe en la primera lectura ya se ve en Cristo en el evangelio. ¡Qué preciosa pedagogía de la Madre Iglesia! No quiere que nadie agache la cabeza, que nadie se rinda a pesar de la experiencia constante de la prueba y de la debilidad: por eso ya nos deja ver, como hace el Señor con Pedro, Santiago y Juan, lo que sucederá al final. La bendición ya es real, ya ha sido mostrada a la Iglesia. Mirar en la Iglesia esta sabia madurez maternal nos ayuda a quererla, a dejarnos guiar por ella aún en tiempos difíciles, una sabiduría providente y lúcida.

Nos toca, por tanto, en este domingo luminoso, situarnos en la perspectiva correcta, la de los tres apóstoles, y acoger la revelación que desde la montaña el Señor nos hace. Sí, Cristo se va a servir del tiempo de Cuaresma para compartir con su esposa, la Iglesia, un gran secreto, el de su divina naturaleza, el de su victoria final. Busca de esta manera hacer crecer la intimidad y la confianza entre uno y otra. Así, no es sólo lo que nos muestra el Señor, sino la razón profunda de hacerlo, la inmensa confianza que pone en nosotros y que nos permite afrontar las pruebas de cada día con el secreto, guardado en el corazón, del inmenso poder de Dios. Tenemos la carta ganadora, y eso nos hace jugar con seguridad y confianza. La cruz que espera al Señor no será un obstáculo que impida la victoria final, sino parte del camino triunfal.

Por eso san Pablo anima a los cristianos a tomar parte en los duros trabajos del evangelio. Es a la Iglesia a la que grita el apóstol: «¡Toma parte!» Es como si le dijera: «Yo me he visto deslumbrado por la gloria de esa victoria, por eso, no dejes de tomar parte por ella». Es su forma de decir al cristiano de hoy que merece la pena pasar por todas las dificultades que sea necesario si es por el anuncio del evangelio, por la victoria de Cristo. El salmo responsorial nos invita a una respuesta positiva y constante. Quiere fomentar en la Iglesia el deseo de participar con el Señor en su salvación.

Abraham ya ha mostrado, lleno de fe, el camino de confianza por el que se puede seguir al Señor. La Cuaresma es llamada a seguir en ese camino de confianza. ¿Agradezco la revelación que Dios me hace de su victoria? Igual me viene bien, como a los discípulos, en momentos de prueba o de dificultad. ¿Me doy cuenta de la relación profunda que el Señor me ofrece con este misterio de luz en medio de la oscuridad?

A menudo los cristianos vivimos nuestra relación con Dios no desde la confianza, sino desde el miedo, desde el recelo. Y eso nos resta libertad para elegir al Señor, para aceptar su propuesta misteriosa de cada día. Eso hace que ocultemos el hacer de Dios. ¡Toma parte sin miedo!

¿He entrado ya en la Cuaresma? ¿He puesto ya el corazón? Ahora es el momento: ¡toma parte! El camino no es cómodo, sólo lo será el final. No se montan tiendas, no se para uno, no se detiene a descansar, nada de eso es ahora. Ahora toca implicarse en el misterio de revelación y entrega de Cristo a la humanidad.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

El domingo debe ofrecer también a los fieles la ocasión de dedicarse a las actividades de misericordia, de caridad y de apostolado. La participación interior en la alegría de Cristo resucitado implica compartir plenamente el amor que late en su corazón: ¡no hay alegría sin amor! Jesús mismo lo explica, relacionando el «mandamiento nuevo» con el don de la alegría: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,10-12). La Eucaristía dominical, pues, no sólo no aleja de los deberes de caridad, sino al contrario, compromete más a los fieles «a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado, mediante las cuales se manifieste que los cristianos, aunque no son de este mundo, sin embargo son luz del mundo y glorifican al Padre ante los hombres».


(Dies Domini 69, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes9:

Dn 9,4b-10. Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos.

Sal 78. Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados.

Lc 6,36-38. Perdonad y seréis perdonados.
Martes 10:

Is 1, 10. 16-20. Aprended a hacer el bien, buscad la justicia.

Sal 49. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

Mt 23, 1-12. Dicen pero no hacen.
Miércoles 11:

Jer 18, 18-20. Venid, lo heriremos con su propia lengua.

Sal 30. Sálvame, Señor, por tu misericordia.

Mt 20, 17-28. Lo condenarán a muerte.
Jueves 12:

Jer 17, 5-10. Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 16, 19-31. Recibiste tus bienes, y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras
que tú padeces.
Viernes 13:

Gén 37, 3-4. 12-13a. 17b-28. Ahí viene el soñador, vamos a matarlo.

Sal 104. Recordad las maravillas que hizo el Señor.

Mt 21, 33-43. 45-46. Este es el heredero: venid, lo matamos.
Sábado 14:

Miq 7, 14-15. 18-20. Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos.

Sal 102. El Señor es compasivo y misericordioso.

Lc 15, 1-3. 11-32. Este hermano tuyo estaba muerto
y ha revivido.