El Señor vuelve a reprochar hoy en el Evangelio la exigencia del ser humano de ser espectador de signos y prodigios, como si estos de por sí tuvieran el poder de traer la fe. Ayer, la curación del ciego sólo condujo a la desconfianza de los fariseos, y la resurrección de Lázaro también dejará en algunos el poso de la sospecha y las ganas de acabar con ese tipo que ponía patas arriba el ciclo de la vida. La poetisa y mística Madeleine Delbrel dice que Jesucristo habita entre nosotros y, singularmente, bajo la apariencia del desnudo, el hambriento, el cautivo, el “indefinidamente desplazado”, y quien se una a Cristo “se hace un desplazado con Él”. Este es el gran signo, el gran prodigio, la mutación del Señor en un enfermo que está sufriendo el divino dolor. El “indefinidamente desplazado” es un concepto sobrecogedor, porque en este año del coronavirus es justo lo que le pasa al infectado. Se le confina a un rincón en el que espera su suerte. Me acaba de decir una intensivista: “Se me ha enseñado a curar y no es posible, a aliviar y no es posible, a consolar y tampoco. No puedo ninguna de las tres acciones, me siento frustrada e impotente”. Los enfermeros me cuentan que el proceso es muy veloz, es decir, el recorrido no es lineal sino abrupto: los familiares hablan sin problemas con su padre anciano recién ingresado, en riesgo además por otras patologías, y al tercer día ya anda en situación de encontrarse con Dios cara a cara, así de fuerte.

La primera vez que me llamaron para dar la unción a un enfermo del COVID-19, me vino una dolorosa aprensión. El Jefe del Estado Mayor de Defensa dice que estamos en una guerra que abarca todos los ámbitos de acción visible: tenemos economía de guerra, medicina de catástrofe, etc. Y ahí iba yo, sin armas ni adiestramiento. En mi canana no llevaba balas sino un saquito esterilizado con el óleo de los enfermos, para luchar con ese enemigo invisible que tiene la habilidad de emboscarse sin dejar huella de su presencia. Después de ponerme el peto de defensa, imaginé que encontraría en la habitación a un enemigo con rifle, un soldado en la trinchera dispuesto a impedirme el paso, haciendo uso del fuego real. Hay que pensar que en la cabeza de los de mi generación todos llevamos tatuada la experiencia de Rambo en Vietnam, y así, trastabillando, entendemos la palabra «guerra». Pero llego a la habitación, y me desarbola ver a un octogenario encogido. Eso me encuentro, un ser humano impotente que espera a Dios. A los familiares no les importa el coronavirus, les importa que su padre se va y quieren que el sacerdote le facilite la serenidad suficiente para que el encuentro sea feliz. Como sacerdote, en el fondo, me siento viviendo en el horizonte habitual de mi existencia.

Ese “indefinidamente desplazado” me recuerda que a todos los mortales, las circunstancias nos van empujando hasta ese lugar de soledad que precede al cara a cara con Dios. Al Señor le pasó lo mismo en el Huerto de los Olivos. Aprovecho para añadir que este es un tiempo para rezar en el Huerto y no salir de ahí hasta entender el sudor de sangre de Nuestro Señor. Qué propicio es este tiempo para la reflexión. Hoy he confesado a varias personas que llevaban tiempo sin hacerlo, porque el hambre espiritual de estos días, al tener los templos cerrados, les ha provocado la necesidad de volver a empezar.