Va a ser que hemos trivializado un poco el perfil de Nuestro Señor. De tanto que nos preciamos en saber que es uno de los nuestros, hemos podido descalzarle de su divinidad. En el Evangelio de Juan, el Señor vuelve hoy a decir a sus oyentes que su procedencia es divina, que el Dios de Israel es su Padre, “el Verdadero”. Nos cuesta trabajo entrar en oración porque esperamos una aparición humana en un rincón de nuestro cuarto, sin saber que Cristo sigue siendo el Innombrable, Dios de Dios, el Dios verdadero de Dios verdadero, el que trasciende todo lo visible. Deberíamos acostumbrarnos a caer de rodillas con más frecuencia. Cuesta trabajo cerrar los ojos para dejarse penetrar por Él, pero alguna vez tendríamos que poner a un lado las letras, me refiero a dejar de apoyarnos en los libros a la hora de rezar (porque con apoyaturas convertimos el tiempo de Dios en tiempo de descanso o de gusto espiritual), y tener más valor, y guardar el silencio que merece el Dios que lo trasciende todo.

Se nos olvida que el gesto más profundamente humano es el reconocimiento de que somos criaturas nacidas de un deseo divino. La victoria mayor es nuestra humildad, la derrota del orgullo. La oración tendría que ser eso, un gesto de humildad mantenido durante un tiempo indefinido que habría que prorrogar en medio del mundo. Recientemente he leído un texto de un autor espiritual: “no es concebible que un Dios omnipotente que quiere ser amado, dé a sus hijos una vida en la que no pueden amarle”. Siempre estamos excusándonos, decimos que el mundo es un lugar insufrible para encontrarse con Dios, y justificamos nuestra desatención con una frase manida: “habría que meterse en un convento para encontrar tiempo para Dios”. Cada vez que se nos echa encima ese pensamiento, Dios se pone triste y se dice a sí mismo, ”¿no he creado yo el mundo?, ¿no les basta con abrir los ojos para verme?”. El acontecimiento cotidiano debería ser una aproximación al umbral del templo divino.

Yo lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado”, se refiere al Altísimo. Jesús es Dios y aún no nos estremecemos, he ahí el problema. Ayer me llamó una chica joven, me contaba entre lágrimas que acababa de morir su padre. En esta circunstancia por la que todos pasamos, podemos imaginarnos que el inicio del duelo ha tenido lugar en un tiempo poco propicio. Y sin embargo cada vez que alguien muere, se pone en presencia de Dios. Por eso, al que se acostumbró a dejarse visitar por Él en la tierra le llegará la alegría de saberse por fin en casa. Tras este tiempo de prisas vendrá el tiempo en que no habrá virus que nos incomode. Se nos ha hecho una promesa de eternidad, y aunque parezca que el dolor tiene la ultima palabra, el Dios que lo trasciende todo ya está aquí.