MIÉRCOLES 1 DE JULIO DE 2020 (SEMANA XIII TO CICLO A)

Lectura del santo evangelio según san Mateo (8,28-34):

En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gerasenos. Desde el cementerio, dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino.

Y le dijeron a gritos: «¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?»

Una gran piara de cerdos a distancia estaba hozando. Los demonios le rogaron: «Si nos echas, mándanos a la piara.»

Jesús les dijo: «Id.»

Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua. Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país.

¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?

Los demonios no quieren ver a Jesús ni de lejos. Desaparecen de su presencia. La oscuridad absoluta no puede ver la luz absoluta. La falsedad y el engaño no pueden encontrarse cara a cara con la verdad. Y sobre todo el desamor se desmorona ante la presencia del Amor Supremo.

Esto ocurre todos los días, y ocurre a nuestro lado, y ocurre incluso de algún modo en nosotros. No porque estemos endemoniados y poseídos por ellos, sino porque como dice la Escritura (Apocalipsis 12,9) y da título a una buena película, sin duda a lo largo de la vida, “encontrarás dragones”.

Buscan sin duda aquellos lugares, y aquellas personas, donde aparentemente no esta Dios. ¿Pero acaso hay algún lugar donde él no esté? Precisamente, desde el misterio de la Redención, desde la pasión, muerte y resurrección de Jesús, los lugares “sin Dios” se convierten en lugares donde especialmente habita el amor redentor de Dios. El maligno, príncipe de la mentira, hará lo indecible que para que en estos lugares no lo reconozcamos, pero bastaría con mirar la imagen de la cruz, para que la serpiente de desmorone y huya sin remedio.

Pero los demonios no necesitan esconderse en los lugares que nosotros llamamos “sin Dios” (los espacios del pecado más explícito del odio, de la violencia, de la afrenta a la dignidad de la persona, de la vanidad, etc.). Los demonios se esconden también en los lugares más santos. Hasta el punto de que, expertos en la confusión y el engaño, son capaces no ya de incitarnos a no rezar, sino también a “rezarnos” a nosotros mismos (“mira ese pecador….” (Lc. 15,2). Hasta les encanta que nos creamos capaces de cumplir con nuestras obligaciones y con nuestras devociones, mientras no nos convirtamos de corazón y nos rindamos ante al Dios que nos ama inmensamente.

Es más, no les importa demasiado que estemos (y estando participemos) en la vida de la iglesia, mientras, eso si, no amemos. Porque hasta el lugar más santo se aleja de Dios cuando no hay amor, cuando hay envidias, rencillas, prejuicios, murmuraciones, vejaciones, acusaciones….

Y cuando esto ocurre hasta ante la imagen más sagrada se aleja Dios, sino le dejamos que cumpla su promesa de estar en medio de nosotros si estamos reunidos (unidos) en su nombre (Cf. Mt. 18,20). A los demonios bajo la guía del príncipe de este mundo, no les importa que en las parroquias se hable de Dios o que incluso se le hable a Dios en la oración con expresiones repetidas sin asentimiento real, libre y confiado a lo que decimos, mientras no nos atrevamos a levantar muestra mirada para acoger y festejar la presencia de Dios. Y Dios, que es amor, no está cuando no hay amor al prójimo, ni amor mutuo, ni comunión eclesial. Se esconde detrás del último bando del templo cuando nos criticamos unos a otros, o cuando no somos generosos, o cuando ideologizamos la fe y decimos aquel Papa si que me iba pero este no me gusta un pelo y se esta cargando lo que hemos creído y hemos hecho siempre.

Dios entonces esta, pero está atado, “crucificado”, no le dejamos actuar, no lo ponemos ante nuestros demonios para que los espante, por que en su amor infinito no quebrantará muestra libertad. No le dejamos al Resucitado que esté en medio de nosotros ni que infunda en nosotros su Espíritu de justicia, de concordia, de amor.

Por eso, cada vez que vivimos el mandamiento nuevo, aunque no los oigamos ni los veamos, aunque sean una legión, infinidad de demonios ven a Jesús y le dicen despavoridos: “¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?”, y como en el Evangelio, son arrojados por los acantilados de la vida real, esa que une la suerte o el infortunio con la providencia y la sabiduría de Dios.